Contra el olvido, asignar un día sirve pero no alcanza. El país aún tiene deudas pendientes para no repetir errores.

No tendría que haber un solo y único día, como ocurre con la madre, el padre, el niño, San Valentín o la Vendimia. Aunque crispe el lugar común, el Día de la Memoria sí debería ser todos los días. Al menos hasta que se aprenda concienzudamente de los errores y ya no haga falta recordarnos a cada paso las profundas metidas de pata que, en mayor o menor medida, hemos protagonizado (casi) todos en este país.
“El pueblo es un perdonador serial”, asegura, crítico, el periodista Diego Cabot. Lo que no puede ser, piensa uno, es un “olvidador serial”. La comodidad, la tibieza, la falta de compromiso y el “no te metás” han sido cómplices en tantas ocasiones de la vida institucional de la Argentina (no sólo en el último y más cruento proceso militar), que al menos conocer un poco más de nuestra rica historia, estudiarla por necesidad y no por obligación, puede contribuir a que la sociedad evolucione un par de escalones. La premisa es no repetir los errores, esos que tantas veces –y siempre tarde– nos llevan a autoflagelarnos culposamente.
Por eso el “nunca más”, repetido como un mantra pero no siempre internalizado como sería de esperar, debe oficiar de voz de la conciencia, de contraseña social para no permitir (otra vez nunca más) que se atropelle la voluntad democrática del país.
Ahora que el feriado “oficializó” el 24 de marzo como una fecha para ejercitar el músculo de la memoria, vemos cómo se multiplican los homenajes, los tributos, los recordatorios. Y para ello vale todo: desde marchas, obras de teatro, recitales y lectura de poemas hasta actos de todo tipo donde los verdaderos testigos de aquella negra etapa dan cuenta de lo que padecieron.
Sus historias se suman a otras tantas y, así, la historia, nuestra historia, se enriquece, se completa. Mientras más voces haya, más posibilidades existen de acercarse a una verdad, aunque no absoluta, menos sesgada, menos parcial. Y menos oficial, por qué no.
Los últimos y violentos hechos de inseguridad que sacudieron a Mendoza hace pocos días también podrían ser leídos en el mismo contexto.
Cada vez que ocurre un hecho de tal gravedad, los medios, el gobierno en pleno y la sociedad nos conmocionamos hasta las lágrimas y reinstalamos el tema en el centro del debate.
La intención, tal como suelen plantear los propios familiares de las víctimas del delito, es que “nadie tenga que volver a pasar por esta dolorosa situación”. Y todo vuelve a quedar ahí. Hasta que un nuevo hecho shockeante nos despierte una vez más, recordándonos que no hicimos bien los deberes. Y otra vez a empezar de cero. Un doloroso déjà vu que exige a gritos un corte definitivo.
Dada la cercanía con el 2 de abril, estaría bueno aprovechar unas horas extras de memoria para recordar los 30 años de la guerra de Malvinas y escuchar lo que aún tienen para decir los ex combatientes, sus historias de vida, su visión de esa contienda que marcó un antes y un después, que sigue alimentando polémicas y tomas de posición, pero que sin dudas apasiona y conmueve por partes iguales.
Difícilmente podamos imitar a Ireneo Funes, el memorioso personaje creado por Jorge Luis Borges. Ese que, casi como una maldición, no podía olvidar ni el más trivial detalle y siempre sabía qué hora era. No obstante, aprovechemos que la nuestra es una memoria “selectiva” para poder guardar en nuestro disco duro lo más valioso que nos deje cada día.
Más tarde o más temprano habrá acumulado allí un importante material para echar mano cuando el olvido quiera hacer de las suyas.

(En Diario UNO, 26 de marzo de 2012)