Cuando yo era chico, la cocina o la heladera duraban casi tanto como un matrimonio. No exagero si digo 20, 30 años. Hoy, como mucho, comparten nuestra vida hogareña apenas unas cinco temporadas, como de mala gana. Sin contar que en el medio de esa relación consentida seguro hubo que pedir auxilio más de una vez a ese service al que hay que pedirle turno casi con tanta anticipación como al pediatra o el ginecólogo.
Ahora, al comprar un electrodoméstico, ya vamos a su encuentro con la modesta consigna de que lo podamos pagar en largas, larguísimas cuotas, y que al menos cumpla con su función principal (lavar, enfriar, cocinar). Obviemos ese plus de chiches tecnológicos que suelen ser lo primero que se rompe.
Este fenómeno de la efímera vida útil de los artefactos, concebidos para facilitarnos la vida no para complicárnosla –como ocurre tan seguido–, hasta tiene un nombre: “Obsolescencia programada”.
¿No suena a premeditación y alevosía, a “lo que compró va a durar lo que nosotros queramos, no ustedes”? Se sabe, la maquinaria del consumo debe seguir activa noche y día porque de ella comen muchísimas bocas que no hay batalla posible frente al imparable desarrollo industrial.
La combinación de diseño y marketing también hacen lo suyo; por caso, convencernos de que todo lo de hoy se vea de ayer de un día para otro. Lógico, para que compremos sin demora lo de mañana. Así entramos en una alocada cadena a la que no se le vislumbra fin porque, claro, no lo tiene. Y si no, probemos con hacer arreglar uno de esos artefactos “vencidos”: el collar saldrá más caro que el perro con cucha y todo, y así, abatidos, resignados, deberemos darle de baja como a un traje que ya nos queda chico.
Esta reconversión hogareña no se limita a cocina o heladera; hoy los televisores, los celulares, los MP3, los DVD, la Play, los juguetes, son parte de esa renovación constante en la que, por ejemplo, cuando uno alcanza a tener (mejor dicho, cree) una computadora relativamente avanzada, irrumpe esa nueva versión que en un clic hace que la tuya sea el símil de un desvencijado Ford T.
Como efecto secundario de estos productos que nacen con fecha de vencimiento (bah, como nosotros, después de todo), hay una montaña de basura tecnológica que no para de crecer. Y es tal la chatarra electrónica que no sólo ocupa un espacio importante, sino que además produce un considerable impacto ambiental. Tanto que ya es motivo de debate legislativo para dar cauce legal a un fenómeno que superó hasta al más avisado.
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman debe buena parte de su fama mundial por haber acunado el concepto de “modernidad líquida”. En una brusca simplificación, esta teoría sostiene que hemos pasado de una modernidad “sólida” –estable, repetitiva– a una “líquida” –flexible, voluble– en la que las estructuras sociales ya no perduran el tiempo necesario para solidificarse. “Vivimos un tiempo líquido –asegura Bauman– en el que ya no hay valores sólidos sino volubles”.
Esa mirada crítica, ese paso de lo sólido a lo líquido, bien puede aplicarse a nuestra cotidiana vinculación con esos aparatos que vendrían a solucionarnos problemas y facilitarnos la vida, pero que, dada su inevitable caducidad, terminan ocasionando nuevos problemas.
Para algunos, esta visión podría ser tachada de gataflorismo. Para otros, son las inevitables reglas del juego que nos impone la sociedad de consumo, con sus pro, sus contras y también sus grises.
Consuelo de tontos: como premio consuelo, al menos nos quedan los focos de bajo consumo, esos que ahora son “obligatorios”. A diferencia de esas débiles lamparitas que se quemaban al primer Zonda o una baja de tensión, éstas duran en promedio de uno a tres años. Más, mucho más que algunos noviazgos o ciertos cargos políticos.

(En Diario UNO, 28 de noviembre de 2011)