A la par de su notable obra literaria, Kafka desarrolló una faceta menos conocida, la de dibujante. Un libro con sus personales trazos revela al otro


Una vez muerto, Franz Kafka devino caja de Pandora, varita de Harry Potter de la que todo puede salir. Por caso, sus mejores libros y hasta dibujos tan personales como su prosa. Cuarenta y un años le bastaron al oscuro K (1883-1924) para concebir una obra literaria única, que aún sigue alimentando interrogantes y revelando zonas ocultas del autor checo. Una vez más le debemos a Max Brod, su amigo y albacea, no haber cedido al pedido de Kafka de quemar toda su producción porque en ella iba también, como una marginalia menor, una faceta casi desconocida: la de dibujante.
Para el visionario Max, “como dibujante Franz era un artista de peculiar fuerza y personalidad”, razón por la cual consideraba injusto calificar esos dibujos como simples curiosidades. De igual manera lo evaluaron sus actuales editores, los holandeses Niels Bokhove y Marijke van Dorso, quienes le dieron forma a Franz Kafka. Dibujos, un libro que reúne 40 imágenes que no le van en saga –en lo ominosos y sugerentes– a sus clásicos La metamorfosis, El proceso y El castillo.
Estamos aquí ante un mix de bocetos, autorretratos y garabatos a los que Brod definía como “marionetas negras de hilos invisibles” y el propio Franz como “jeroglíficos personales”.
Publicado en español por la editorial Sexto Piso, este trabajo recopila por primera vez un buen número de dibujos de K, la mayoría inéditos, mientras que algunos ya habían sido difundidos en tapas de libros o simplemente como muestra de ese talento más oculto del autor de América.
Varios de ellos fueron gestados en postales, cartas, cuadernos o blocs de notas y cuadernos, tal vez porque, como una vez más nos ilustra el siempre atento Brod, “su pensamiento se construía en forma de imágenes”.
Si bien tuvo las elementales clases de dibujo en la escuela, recién en su etapa universitaria fue cuando retomó su interés, a tal punto que entre 1901 y 1902 tomó clases con Alwin Schultz sobre pintura neerlandesa, escultura cristiana e historia de la arquitectura, además de anotarse en un par de seminarios sobre historia del arte. Sobre todo en los últimos años del cursado de la carrera de Derecho, el aburrimiento en clase le dispararon los trazos de numerosos “acertijos” o “pintarrajos” (Franz dixit).
Aunque se desconocen las técnicas que aplicó, su estilo –por llamarlo de algún modo– fue caracterizado como expresionista por su amigo y artista Fritz Feig. El crédito de Praga no ocultaba su gusto por el arte japonés y tenía como principales musas a Jean Ingres, Van Gogh y Titorelli.
Como lo fue con su narrativa, también con sus dibujos K solía ser muy crítico. Su amigo, el poeta y musicólogo Gustav Janouch cuenta lo que Franz opinaba de ellos: “No son dibujos para mostrar a nadie. Tan sólo son jeroglíficos muy personales y, por tanto, ilegibles… Los dibujos son rastros de una pasión antigua, anclada muy hondo… La pasión está en mí. Desearía ser capaz de dibujar. Quiero ver y aferrar lo visto. Esa es mi pasión”.
Todo indica que sus frondosos archivos inéditos aún atesoran gran cantidad de textos y dibujos, pero su heredera y otrora ama de llaves, Ilse Esther Hoffe, es inflexible: no permite ni siquiera ver qué hay allí. Lo que a la vez alimenta todavía más la expectativa ante la posibilidad de descubrir nuevos tesoros del padre de Gregorio Samsa.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 26 de noviembre de 2011)