Los indignados no se localizan únicamente en España. No hace falta cruzar el mar para dar con alguno de ellos. A la vuelta de la esquina se podrían formar espontáneas colas detrás de carteles con diversas consignas, sobre todo esas que alteran los nervios y darían para tomar una plaza o varias: inflación, inseguridad, políticos, atención al público, telefónicas, salarios, etc.
Detengámonos un rato en otro de los disparadores del pataleo: el transporte público. Indignado está no sólo aquel que llega tarde a la escuela o el trabajo porque se demora en pasar el micro, sino también aquellos que sufren al entrar -o estacionar- en la ciudad porque el “envase” quedó chico y el fluido (vehicular) es mucho. Demasiado.
El debate sobre el crítico panorama del sistema de transporte público en Mendoza volvió, casi de rebote, a poner en valor a la subestimada bicicleta. Hoy se discute la calidad del servicio de los colectivos, se avanza en la instalación del metrotranvía, hay más semáforos inteligentes, y en medio se pone sobre el tapete la necesidad de crear bicisendas e incorporar a este modesto vehículo como una opción económica y saludable. En sintonía, Godoy Cruz inauguró a fines de febrero una importante ciclovía de 4,5 km y Capital presentó recientemente el primer proyecto provincial de bicisendas, que considera a la bicicleta como transporte urbano, no simple medio de esparcimiento.
Son numerosos los países donde la bicicleta ocupa un destacado rol. En sus esquemas de tránsito los automovilistas respetan a los ciclistas como a un par no como una molestia (esos temerarios que pueden terminar estrellados en el parabrisas). Lamentablemente en nuestro país esto no ocurre. De hecho, las reuniones espontáneas de ciclistas en Buenos Aires van creciendo con el objetivo de sumar fuerzas y lograr que “la bicicleta se incorpore como un medio de transporte sustentable y quien la conduce sea un protagonista activo del tránsito urbano”, según asegura en su postulado básico “Masa crítica”. Esta comunidad internacional pelea por los derechos de los cicloconductores y por terminar de alguna forma con esa cotidiana pulseada entre los David y los Goliat de las calles.
En su libro “Diarios de bicicleta”, el músico David Byrne cuenta sus experiencias en distintos países a los que recorrió en dos ruedas. Allí apunta: “Buenos Aires es bastante llana, lo cual, sumado a su clima templado y sus calles más o menos ordenadas en cuadrícula, la hacen perfecta para moverse en bicicleta. Aun así, podría contar con los dedos de una mano el número de gente del lugar que vi circulando en bicicleta. ¿Por qué? ¿Llegaré a descubrir por qué nadie se mueve en bici por esta ciudad? ¿Hay alguna explicación oculta y secreta?”.
Conozco mucha gente a la que le gustaría salir a andar en bicicleta, como mera distracción no necesariamente para ir a trabajar, y no lo hace por el temor a terminar bajo las ruedas de los intrépidos automovilistas. Tal vez ahí esté la respuesta a lo que se pregunta cándidamente el ex líder de Talking Heads. Los Andes registra periódicamente las estadísticas fatales del tránsito y frente a esos números poco hay para acotar: muchas de esas víctimas eran ciclistas.
Distinto es el caso de los departamentos más alejados de la capital mendocina donde la bicicleta aún es una práctica cultural que si bien continúa -sea por costumbre o por necesidad- está cada vez más complicada porque los centros urbanos también están desbordados de autos y no hay garantías de transitar como corresponde.
Para que ese codiciado lugar de respeto y seguridad no quede reducido a tener que pedalear sólo en el Parque San Martín o en la zona de montaña, es fundamental el compromiso de los municipios de construir más ciclovías, que las reglas de tránsito se cumplan y hagan cumplir a rajatabla y que los propios ciclistas cuiden su integridad física teniendo sus rodados en condiciones y conduciendo con la misma responsabilidad y pericia que reclaman.

(En Diario Los Andes, 2 de junio de 2011)