Se acerca el fin de año y pareciera que, en virtud de un mandato no escrito, hay que hacer todo a mil. No importa si mal o bien, pero rápido. Lo antes posible. Y en esa esquizofrénica carrera contrarreloj, como es de esperar, el cuerpo pasa boleta.
A las pruebas nos remitimos: en esta época aumentan significativamente las consultas a psicólogos, psiquiatras, gastroenterólogos, nutricionistas, y los ansiolíticos se venden como caramelos.
A esto se le suma la consabida presión de las Fiestas, para lo cual los supermercados nos hacen flaco favor: ¡dos meses antes! instalan la habitual escenografía festiva como si alguien pudiera olvidarse de tales fechas.
Así, noviembre nos recibió en estos centros de compras con una vistosa decoración a base de turrones, panes dulces, sidras y arbolitos de Navidad para todos los gustos. Vaya uno a saber por qué, pero desde entonces las preocupaciones propias de diciembre -a dónde vamos, con quién lo pasamos, qué comemos- se nos adelantaron más de lo debido.
El debate por fechas y destinos de vacaciones también se suma a este alocado menú de fin de año. Hacer números, afilar el lápiz para que esos números estén acordes a nuestros bolsillos, conciliar gustos familiares en cuanto al lugar para desenchufarse unos pocos días, poner el auto en condiciones para el viaje (pedir turno, rogar que no aparezca un desperfecto inesperado, etc), hacer reservas... Pregunto: ¿las vacaciones no se habrán inventado para descansar del preparativo de las mismas?
De esta ola de locura findeañera no están exentos los más chicos. Por estos días están a full con los últimos trimestrales y aquellos que están más complicados apuestan sus últimas fichas para zafar de “llevárselas” o remontar aquellas materias en las que quedaron al borde del precipicio.
Los docentes, por su parte, a cuatro manos preparan los exámenes, llenan planillas, dan últimas oportunidades, y hasta en sueños toman lecciones, califican, mandan a firmar. Ven números (notas) en cada pibe que se les pone enfrente. En este contexto no podemos olvidar el rubro “fiesta de egresados”. Para lo cual habremos de invertir no menos de mil pesos entre tarjetas para la cena y la ropa para tan magno acontecimiento, además de las corridas que implicará colaborar con la logística del “nene” o la “nena” que se nos recibe.
Y en esta cuenta regresiva ellos no podían quedarse afuera. Protagonistas principales, nunca actores de reparto, los políticos de este país muestran una particular excitación cuando se aproxima un año electoral.
Con la previsión que no los caracteriza en temas esenciales, para la disputa en las urnas siempre se preparan con tiempo. Para el caso, tres líderes de la oposición -Ricardo Alfonsín, Eduardo Duhalde y “Pino” Solanas- ya confirmaron que en diciembre lanzarán sus precandidaturas a la presidencia de la Nación.
Después del papelón del fallido debate del Presupuesto en Diputados, lo único que quedó en claro (es un decir) fue un rosario de chicanas y cero mea culpa de unos y otros. La falta de sintonía entre lo que esperan y lo que devuelven a la ciudadanía es para preocuparse, pero en realidad ya se sabe que ellos no se preocupan.
Quién más quién menos llega al final de un año que estuvo marcado por una fuerte impronta histórica -festejo del Bicentenario, muerte de un ex presidente y líder del oficialismo- y una inflación que a algunos parece no quitarles el sueño y a otros (muchos) les inquieta tanto como su devaluado sueldo.
Como suele pasar, independientemente de cómo nos fue o cuán agotados y locos terminaremos este 2010, siempre quedará el esperanzador brindis de los buenos deseos y la expectativa de que lo que viene será mejor. Algunos dirán que es una cuestión de fe; otros, que se trata de ese imprescindible optimismo para hacer que la vida sea vivida dignamente y no como un mero trámite.

(Publicado en Diario Los Andes, 23 de noviembre de 2010)