Como si se tratara de un animal en extinción, el tiempo debería considerarse un valor a proteger. Un recurso no renovable al que, con algo de sabiduría, tendríamos que poder sacarle el mayor provecho posible. Finitos como somos, cada minuto, cada hora, cada día cuenta significativamente. Una preocupación común, desde que el mundo es mundo, tanto para el filósofo, el poeta y el hombre de a pie.
Pero mientras nuestros ancestros reflexionaban acerca de cómo “pasar el tiempo” o llenarlo de contenido ya que vivían sin la apremiante velocidad que nos signa hoy, actualmente se nos impone el desafío de sacarle el jugo, aprovecharlo al máximo, en una carrera contra reloj con uno mismo y los demás.
Sin embargo, al pasado y al presente los une la certeza de que no es otro que el inasible tiempo el que marca la medida de nuestro paso por la tierra. Bajo su sombra esquiva no hacemos otra cosa que intentar ganarle la pulseada, perdiendo de vista que la eternidad siempre nos será ajena e inalcanzable.
Tiempo que, se preguntará el lector, por qué debería perder leyendo una columna de diario. Y estará en lo cierto, pero el noble objetivo de la misma bien podría redimir a este escriba: hacer desde aquí un llamado a la solidaridad a ese ejército de desaprensivos que diariamente parecieran estar confabulados para hacernos perder el tiempo. Nuestro valioso tiempo.
Ejemplos sobran. Veamos algunos rigurosamente basados en hechos reales.
1) Facturas telefónicas mal confeccionadas que, a pesar de ser claramente un error de la empresa, implican tener que hacer largas colas hasta llegar a un mostrador donde se nos dará la razón pero, una vez más, poniendo estaba la gansa. “Usted pague y después lo arreglamos”, sería -palabras más palabras menos- ese acuerdo con el que estaremos en desacuerdo pero al cual deberemos acatar mascullando por lo bajo.
2) Jubilado que debe retirar unos estudios médicos. Llega al laboratorio indicado el día y la hora acordados, pero no están listos. Nada de tener el “gesto” de hacer un llamado previo para evitar que el hombre mayor se haga un viaje, gaste un pasaje en colectivo o un oneroso taxi.
Habrá que volver. Total, si hay algo que al anciano le sobra es tiempo. ¡Todo lo contrario!
3) Llamadas telefónicas que nos ofrecen lo que no pedimos, lo que no nos interesa, lo que no nos hace falta. Invasivas voces de impostada simpatía que sólo quieren hacerse oír pero no escucharnos cuando les pedimos, les rogamos, que no nos vuelvan a llamar. La insistencia, se sabe, es parte del negocio. De plomos gratuitos como estos, no nos salva el Chapulín Colorado ni Prodelco.
4) Un clásico. Esperar el micro, sobre todo en días polares en que no tendríamos nada que envidiarle al frizado Walt Disney, es uno de motivos que encabezan el ránking de minutos desperdiciados. Las Red Bus deberían registrar, además de los pasajes, la insufrible espera. Un pasito para atrás… y andá a quejarte al control.
Reivindicar el valor de nuestro tiempo no significa pasarnos de rosca al punto de caer en las garras del estrés, esa enfermedad tan a la medida de este siglo cada vez más acelerado. La consigna es muy simple: “tener” tiempo, “ganar” tiempo, pero para decidir nosotros qué hacer con él, no los demás.

(Publicado en Diario Los Andes, 11 de agosto de 2010)