Está bien que la tecnología se haya metido en nuestras vidas como esas plantas trepadoras que conquistan todo a su paso, pero llegar al punto de tener que hablar con las máquinas ya es como mucho, ¿no? Y eso que no estamos en el 2155, volviendo al futuro como el excéntrico profesor Emmett Brown. 2008, Argentina, y gracias. Lo cierto es que cada vez es más difícil hacer un reclamo ante un ser humano que ponga la oreja y no responda como autómata con frases hechas que no sólo no nos resuelven nada sino que además nos dejan más calientes que hinchas de Racing.
En caso de lograr dar con el señor o señorita que aparece del otro lado –después de esperar con esa insoportable musiquita de fondo–, se limitan a derivarnos siempre a otro interno (¿somos tan tontos que nunca marcamos el que corresponde?). A cambio recibirán, con su mejor y edulcorado tonito, toda clase de insultos sin inmutarse. Ojo: no nos extrañe que en cualquier momento saquen su De Angeli contenido y nos manden al mismísimo Bush.
Una situación similar vivieron, entre tantos, dos jubilados que podrían ser sus padres pero resulta que son los míos. Más de una vez, ellos recibieron su boleta de Telefónica con llamadas a celulares que no habían realizado. Imaginen a dos personas grandes llevadas por una voz grabada a pasear por esa especie de oca del “marque tal” y “ahora marque cual”.
Tan agotador y kafkiano resultó el proceso que finalmente terminaron pagando por temor a que les cortaran esa vía de comunicación más que prioritaria para los de su edad.
No sería ilógico suponer que quienes deben auditar el (mal) trato a los clientes nos respondan sin ponerse colorados: “Disculpen, en este momento no los puedo atender. Intenten más tarde”.

Tu tu tu tu tu tu
Los gratuitos 0-800, que en muchos casos cumplen un servicio esencial, son otra muestra de esa conflictiva pulseada entre el hombre y la máquina; en especial aquellos destinados a los reclamos. Prueben si no denunciar al micro que los encerró o a su paso dejó más humo que los pastizales quemados en Buenos Aires, o intenten con el de los municipios, donde se reciben (o deberían) denuncias, consultas y pedidos de servicios. La respuesta será el incansable tono de ocupado retumbando cual bombo del Tula.
En cambio, si llaman al de una mayonesa, un dentífrico o un champú, serán atendidos con todo gusto y hasta puede que les envíen una muestra gratis a su casa.
En su mayoría, estos números vienen a crear la ilusión de que hay más posibilidades de atención cuando en “la vida real” resultan todo lo contrario. Sería de necios negar los beneficios que aportan las nuevas tecnologías, sin embargo cuando éstas “se interponen entre el sujeto y el mundo, y cuando su presencia es tan abrumadora, algo va mal”, nos alerta Roman Gubern, catedrático de la Universidad de Barcelona.
Otro especialista en comunicación, Henoch Aguiar, completa el concepto: “Las tecnologías no nos comunican ni mejor ni peor, sólo las personas decidimos hacerlo”. El problema, digo, es cuando esas personas no somos nosotros y con su desidia e ineficiencia nos complican el básico ida y vuelta.

A nosotros sí
En esta falsa disyuntiva de hombres versus máquinas se da un contrasentido. Mientras a nosotros nos cuesta sangre, sudor y lágrimas lograr que alguien nos escuche en la otra punta del cable, a ellos les resulta demasiado fácil. Sólo tienen que marcar nuestro número. Y cuando nos encuentran, no es para darnos respuestas sino para vendernos desde banda ancha hasta seguros de vida, celulares, tarjetas de crédito, tiempo compartido, planes de ahorro y todo aquello que, por lo general, no nos hace ninguna falta. Es entonces cuando degustamos el plato frío de la venganza: no aceptamos que hilen más de tres oraciones, no respondemos las consultas, rechazamos la oferta y les cortamos con una placentera sensación de justicia.
Sin embargo, ni reímos últimos ni reímos mejor. Nos quedamos añorando aquellos lejanos días de la infancia cuando nos bastaban dos tarritos unidos por un hilo para saber qué pensaba el otro.