En estos días en que tanto se habló de Charly García, nunca más oportuno que citarlo en unos más bellos temas, Desarma y sangra, donde concluye que “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Lo pienso a propósito de ese oficio que, como muchos, jamás se termina de aprender del todo. Hablo de ser padre. Hasta un punto ser hijo era bastante más fácil. Consistía en dejarse llevar de la mano por ese adulto que tenía nuestro mismo apellido y quizás hasta algunos rasgos físicos parecidos. Él era el capitán y uno el marinero que le seguía el paso. La responsabilidad de administrar esas laxas categorías de “lo malo” y “lo bueno”, de manipular hábilmente los grises, estaba en manos de ese señor que parecía haber nacido viejo, que rara vez entendía nuestro argot, ese peinado, aquella ropa, estos caprichos. El mismo que no tenía tiempo para compartir juegos o leernos un cuento a la hora de dormir. Él, entenderíamos recién de grandes, pertenecía a una generación donde los padres no tenían tiempo para esas “mariconadas” o nunca habían aprendido los rituales del afecto, el sutil mecanismo de las demostraciones. Había que levantarse muy temprano para ir a ganar el pan. No quedaba margen para jugar o soñar con un futuro entre libros, mucho menos para las manifestaciones del corazón.

Lecciones te da la vida
Ya de grandes, y puestos a cumplir el rol de padres, todos tratamos de ser una versión mejorada del propio. No es casual que en literatura se hable de “parricidio” para marcar el quiebre con lo que hubo antes, con determinada generación o ciertos autores que dejaron su impronta. “Matar al padre” era y es, sin recurrir a la psicología barata, marcar el espacio propio, hacerse escuchar, buscar el idioma de uno. Pararse frente al mundo y decir: “Aquí estoy; soy esto”. Aunque después, lecciones que da la sabia vida, volvamos a las fuentes, valoremos lo que despreciamos con ínfulas de esclarecidos. Veamos –por fin– al padre que no vimos.
En ese juego de postas, uno apunta a ser mejor papá sin que eso necesariamente signifique que cuestionemos o denostemos el nuestro. Y lo hacemos en un gesto antes intuitivo que racional. Nadie traza un plan para conciliar con destreza la autoridad, el amor y la responsabilidad. La paternidad se cocina sin saber si nos pasamos con algunos ingredientes; en todo caso, la expectativa invariable es que el resultado final deje un sabor agradable en el alma, casi tanto como “esa” comida de la vieja que nadie podrá imitar.

Las mejores pantuflas
Pasó otro Día del Padre y aunque se insista en el lugar común de que no hace falta una fecha fija para agasajarlo, no está de más habernos valido de esa excusa comercial para comernos un asado con el viejo, decirle cuánto lo queremos y, de paso, vernos en el incómodo espejo de sus canas y sus arrugas.
Otros, que lamentablemente ya no lo tienen, lo volvieron a recordar con esa extraña virtud que posee la memoria de seleccionar los buenos momentos arrumbando en el baúl más lejano los malos; esos que anudan la garganta, que dejan una molesta cicatriz.
La mayoría priorizamos por sobre los obsequios del festejo, la demostración afectiva. Pero reconozcamos que nos volvió el niño que también llevamos dentro cuando abrimos el regalo dominguero. Qué importa si fueron unas pantuflas y no un libro de Kawabata, o una afeitadora y no un disco de Caetano Veloso. Siempre será más entrañable ese corazón de cartulina recortado y decorado en la escuela, con el “Feliz día papá” escrito con plasticola de colores. Souvenir que, como marca la tradición, quedará perdido en los cajones para que años después al encontrarlo por casualidad se nos piante un lagrimón.

Ramas de un mismo árbol
Último eslabón de la cadena y patriarca a la cabecera de la mesa familiar, el abuelo (o el Nono, o el Tata), síntesis de sabiduría o simple portador del apellido y la saga familiar, se erige como la primera y última rama del árbol genealógico. En él se resume esto que somos, este padre que se obstina en no tomar forma definitiva. Lo cual, pensamos, no está nada mal, si no nuestra vida sería muy previsible. Tanto como enseñarles a mis hijos que “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Si lo sabrá Charly.