Hay cierta clase de libros que dejan una marca tal que, lejos de querer releerlos para reeditar aquella poderosa sensación de lectura apasionada, preferimos retener sólo el eco, el espíritu del primer impacto. Y lo hacemos, aunque cueste admitirlo, para evitar defraudarnos con un nuevo acercamiento, ya no inocente, más bien todo lo contrario. Algo así como atesorar la saudade de un amor adolescente antes que reencontrarnos con una mala copia de nuestros recuerdos.
Me pasó con varios libros (
Rayuela, Informe sobre ciegos, Cien años de soledad), pero también con uno que frente a los otros juega en el Nacional B literario: Mi planta de naranja-lima, el clásico autobiográfico de José Mauro de Vasconcelos (Brasil, 1920-1984).
En estos casos lo que cuenta no es la valoración en términos de calidad literaria sino el placer por la mera lectura. Hablo de disfrute, hablo, por qué no, de huella.
Este pequeño libro de no más de 181 páginas (en mi vieja edición de la editorial El Ateneo) fue publicado en 1968 y desde entonces las aventuras del entrañable Zezé no han dejado de sumar ediciones, traccionadas –y no casualmente- por ser parte de las lecturas obligatorias en colegios secundarios de varios países.
Traducido a 32 idiomas y con unas cuantas versiones para cine y tevé, Mi planta... tuvo su esperada segunda parte, Vamos a calentar el sol, editado en 1974. Si bien no logró el mismo impacto que la primera, se sostenía sin esfuerzo en la misma cuerda sensible.
Hoy, vueltas de la vida, también mi hijo es beneficiario de la “obligación” lectora. Y hasta me animaría a decir que su emoción, casi un calco de aquella de mis 14, confirma que Zezé lo logró otra vez.


(En suplemento Escenario, Diario UNO, 22 de octubre de 2011)