Atarlo con alambre no es lo mismo que darse maña para arreglar o solucionar algo. Eso es de chapuceros, de torpes con iniciativa. La verdad es que no todos nacimos con habilidades para las tareas domésticas ni tenemos el mínimo talento para resolver cuestiones que a priori parecen fáciles de resolver.
Componer lo descompuesto incluye contar con una cuota importante de paciencia; sea pegar ese florero de porcelana que voló de un pelotazo o cambiar el cuerito de la canilla para terminar con su monótono goteo.
Para quienes no hemos sido dotados con ninguna de estas virtudes prácticas, siempre quedará la posibilidad -mejor dicho, el auxilio- de los que saben. De lo contrario, lo barato saldrá caro y encima nos ganaremos el inevitable reproche familiar. Pasado en limpio, zapatero a tus zapatos y que el mundo siga girando gracias a los que hacen lo que uno no puede.
Llame ya. Los oficios, esa imprescindible división del trabajo, vienen a dar respuesta a aquello en lo que nosotros hacemos agua. Y no me refiero sólo a los plomeros. En estas épocas en que el yugo diario se lleva buena parte de nuestras energías y tiempo libre, los electricistas, gasistas, pintores, mecánicos, gomeros y cerrajeros superan la categoría de necesarios y se transforman casi en una tercera mano o un amigo de la casa.
Cuando uno creía que esas profesiones se iban perdiendo ante el avance de la hiperespecialización, irrumpieron esas modestas revistas de clasificados que pululan por los barrios y terminaron transformándose en tan prácticas y vitales como la guía de teléfonos o el imán del delivery.
Un simple llamado basta para que aparezcan en medio del caos doméstico con el mismo oportunismo que un tronco para el náufrago. Así también se hacen valer. Nuestra inutilidad cuesta cara y ellos, con el olfato de un animal de presa, no las hacen pagar. Por lo tanto, poniendo estaba la gansa.
Heredarás tu arte. En la década del '90 las escuelas técnicas apenas subsistieron, convirtiéndose en la Cenicienta de la educación argentina. Esto, que respondía sin dudas a un modelo de país cuyos resultados están a la vista, menguó la formación de muchos oficios tradicionales. Lo único que operó como factor de resistencia fueron los mandatos familiares. Es decir, hijos que aprendían el quehacer de padres y abuelos y de esa manera garantizaban la continuidad laboral y el plato de comida. "Así es como debe ser, porque ninguno de nosotros nació en cuna de seda, y cada hombre honrado debe aprender sus oficios terrestres, y cuanto antes mejor, para ser independiente en la vida y ganarse el pan que lleva a la boca, como nosotros mismos debemos ganarlo", escribió en Los oficios terrestres alguien que conocía el suyo como pocos: Rodolfo Walsh.
Más complicado es el panorama de aquellas labores más cercanas al arte que a la fría precisión de la técnica. Restaurar una muñeca antigua, afinar un piano, acondicionar un auto clásico, transcribir partituras, pulir piedras preciosas, no son moco'e pavo. Hay que tener un talento especial para esos menesteres. Imaginen cualquiera de esas tareas en manos torpes. El inspector Clousot o el Súper Agente 86 serían prolijos al lado de nosotros.
Partes del todo.
¿Qué tienen en común un buzo, un minero, un veterinario, un marinero y un periodista? Se supone que una pasión y una habilidad elementales para desarrollar su profesión dignamente y con los mejores resultados posibles. El oficio que elegimos, o nos tocó en suerte, condiciona nuestra concepción acerca del mundo y todo lo que se mueve en él. Un sepulturero y un partero, por caso, muestran distintas caras de un mismo rostro humano. Todos los oficios son esenciales para armar el puzzle de la vida misma.
Tributo. Ya sea por reconocimiento a esas nobles labores o simple gusto por el azar, no faltan quienes antes que evocarlos en una columna prefieren homenajearlos jugándole un numerito a la quiniela. Así, sus pesos pueden ir tanto al peluquero (27) o al albañil (56) como al dentista (37), al lechero (10) o al colectivero (25), por mencionar sólo un puñado de laburantes. Ganando o perdiendo, ellos igual nos ayudan a sobrellevar nuestras limitaciones y, por qué no, a vivir un poco mejor.