S i este país tuviera un libro de quejas no daría abasto. Es que hay tanto para quejarse y a la vez, reconozcámoslo, estamos tan hartos de quejarnos. No en vano los argentinos cargamos con el sayo de tangueros, de llorones sempiternos. Lo que habría que analizar, a favor de ese gesto molesto y zumbón, es que detrás de la queja se esconde un reclamo, un pedido de auxilio. El que es escuchado a tiempo no necesita salir a la calle a gritar su verdad, a golpear cacerolas o pintar el frente de la casa de un funcionario. Convertir ese clamor en gestos productivos requiere de creatividad y decisión. Todos los que se llenan la boca hablando de democratizar más esta sociedad proclaman algo que en los hechos refleja todo lo contrario. El que no piensa como yo es mi enemigo y así es como el lenguaje cotidiano se va impregnando de una retórica bélica. Desde ambas “trincheras” –agro y Gobierno– cruzaron munición gruesa durante 129 días y en esa absurda contienda los únicos que cayeron malheridos fueron los que no estaban ni en uno ni en otro lado. El autismo de los dirigentes los llevó a considerar
que “los otros” eran meros espectadores de sus decisiones. Muy pocos estuvieron a la altura de la discusión, digo los que construyeron sin especular, los que apuntaron a superar la coyuntura y ver bastante más allá de su banca o su hectárea de soja.

Una siembra sin cosecha. La desgastante pelea campo-Cristina no nos hizo crecer ni un poco, por más que se diga que se puso en debate el postergado tema del agro. Servirá en todo caso para que la Presidenta baraje y dé de nuevo oxigenando su viciado gabinete. Si discutir el porcentaje de las retenciones móviles nos llevó a una interminable puja legislativa calificada de “histórica” en los floridos discursos de los legisladores, qué nos queda entonces para el día en que se decidan a debatir en serio una auténtica política agropecuaria para esta Argentina cada día más dividida. Todo se salió de madre y salvo para los que se apasionan con la ingeniería política que late en este entuerto, muy poco es lo queda en el haber de los que estaban fuera de este Boca-River de las retenciones.
A los que se erigieron como los nuevos próceres del Billiken siglo XXI debemos agradecerles, por ejemplo, el enfriamiento de la economía, la inflación en alza, el corte de la cadena de pagos, la caída de la popularidad de la Presidenta, y hasta la desconfianza de otras naciones.
En este río revuelto fueron muy pocos los pescadores beneficiados. Recién vamos a creer que esta pulseada tuvo algún valor cuando no haya un solo peón en negro, cuando los grandes productores del campo no deban ingresos brutos, cuando no tengan negocios con los mismos que se pelean en los programas políticos, cuando los legisladores que levantan la mano no sean premiados con ATN, cuando expliquen de dónde salió la plata para pagar carpas con plasmas y cortinas, cuando se sepa quién banca a todos los que llenaron cuanto acto pro K o anti K hubo en los últimos meses.

Fuera del rebaño. Mientras tanto, los que no estuvimos ni en una plaza ni en la otra sentimos que ninguno de ellos nos representó. Sin embargo siguen hablando en nombre nuestro y si tenemos el tupé de cuestionarlos corremos el riesgo de que nos calcen la camiseta de golpistas, antidemocráticos, gorilas, prokirchneristas, antipueblo y otras variantes de la descalificación al que piensa distinto. Ese es el quid de la cuestión: pensar. Ni siquiera distinto. Pensar. No dejarse llevar de las narices por el sánguche y la Coca, no ser presa de la “obediencia debida política”, seguir a los falsos mesías a cambio de un lugar en la estampita.
Pensar, claro, tiene su precio. En algunos casos equivale a ser defenestrados en público y en otros a limitarse a observar el descalabro sin poder modificar nada.
Estar comprometidos con el país no significa hacer número en cada marcha o negociar la dignidad por un Plan Trabajar. Significa que cada uno haga lo mejor posible lo suyo, con honestidad y convicción.
Como dijo el vicepresidente Cobos en una de sus frases antológicas del jueves, la historia será quien nos juzgue. No el campo. No el Gobierno nacional.