Hay otras escuelas aparte de la de la calle o la de la vida. La del “hogar dulce hogar” es una de las primeras y fundamentales. Lo que se aprende en esos años fundacionales es lo que quedará grabado a fuego, lo que nos acompañará como alas o mochila para el resto de la vida. Allí se moldea con mayor o menor pulso el hombre o mujer que seremos. En manos de los padres, se cincelan –o deberían– los trazos básicos de ese adulto que nos esperará unas cuantas cuadras más adelante. Verdad de Perogrullo, el resto del camino dependerá de cada uno. El ser humano, entonces, como un work in progress (trabajo en progreso) que debe ir completándose en su relación con los demás.
Todo este introito para preguntarme/les si es una antigüedad preservar lo que nos enseñaron como “buenos modales”, si es demodé ser educado, guardar ciertas formas, pensar que no somos los únicos y que lo que hacemos o dejamos de hacer –siempre– tiene su efecto en los demás. Hasta la frase “don de gentes” hoy suena antidiluviana, pero eso no quiere decir que dé lo mismo. A mí no me da lo mismo. Me molesta sobremanera cuando ciertas normas de urbanidad y hasta de caballerosidad se omiten ex profeso, como si hubieran caído en desuso al igual que un disco de pasta o una fugaz estrellita de tevé.
No me da lo mismo los que atienden el teléfono con un lacónico “sí” (¿Sí, qué?, suelo contestarles con mi peor otro yo). No pido ya el viejo y querido “buen día”; me conformo al menos con un mínimo “hola” tan impersonal como protocolar.

Lo que está en juego

Sigo preguntando: ¿es de anacrónico o viejo choto no tutear a todo el mundo, ceder el asiento en el micro, no carajear a la maestra de los chicos, saludar a los vecinos, devolver una billetera ajena? Parece que sí; a la chica que el mes pasado devolvió $40.000 le atestaron la casilla de su teléfono con mensajes donde boluda era lo más liviano que le propinaron por haber osado ser honesta. Hoy tener códigos no paga, no tiene prensa, no es de modernos ni avispados. Ser educados es de pavotes, de nerds, de marginales aun dentro del sistema.
De eso trata en esencia un libro como No es país para viejos, obra de Corman McCarthy que sirvió de base para el multipremiado filme de los hermanos Cohen Sin lugar para los débiles. La historia en primer plano son los dos millones de dólares de una fallida venta de droga que Llewelyn Moss encontrará y que en su afán de quedárselos desatará un interminable reguero de
muertes. Pero lo que allí está en juego todo el tiempo son los códigos. En esa batalla de todos contra todos, nadie le debe fidelidad a nadie. El sheriff, especie de voz de la conciencia, es quien cavila apenado acerca de que en el mundo actual ya no hay lugar para los débiles (¿los honestos?).
“Opino que cuando todas las mentiras hayan sido contadas y olvidadas, la verdad aún seguirá estando ahí. La verdad no va de un sitio a otro y no cambia de vez en cuando. No se la puede corromper como no se puede salar la sal”, reflexiona Ed Tom Bell, el experimentado jefe policial.
Para el personaje encarnado por Tommy Lee Jones, su mundo –ese pueblo en el desierto en el que apenas se mueven personas, autos y serpientes– ciertas normas son tan elementales como un buen desayuno.

Para no ser esclavos

Ese sheriff, que se reconoce viejo y cansado pero que no resigna sus ideales, bien podría ser un docente jubilado, nuestros padres, un político de los de antes, un veterano de guerra, un pibe que devuelve algo que no le pertenece. Cualquiera de ellos debe preguntarse hoy por qué tantos de los que perdieron en el camino desde modales hasta códigos dejaron tan atrás a aquel niño al que seguramente le enseñaron lo básico para ser una persona decente, íntegra.
Si tales palabras les suenan un tanto apolilladas, dejo que Juan Manuel de Prada hable y se despida por mí: “Quizás es que soy un hombre muy poco moderno; pero declararme antimoderno es la única forma que nos resta para no ser esclavos de nuestra época”.