Con ella no han podido gobiernos dictatoriales ni democráticos. Nadie sabe cuándo se promulgó y hasta ahora jamás se escuchó que hubiera intenciones de derogarla. Existe y punto. Nos referimos a la Ley del menor esfuerzo, una norma que está más vigente que nunca y que, a diferencia de otras, encabeza el ranking de las más respetadas por los argentinos.
Esta afirmación, discutible como todas, se basa en la comprobación diaria. Pareciera que no hay rubro que quede al margen de esta plaga nacional, motorizada por una desidia que no es sólo de las nuevas generaciones. Abundan los ejemplos de situaciones cotidianas en que somos víctimas del desganismo laboral. Desde cajeras de supermercados que saludan a media lengua con cara de estar haciéndonos un favor al cobrarnos; despachantes de estaciones de servicio que se toman todo el tiempo posible entre coche y coche y nos retan si no llevamos monedas; cajeros de banco que lograr contagiarnos su mal humor cuando ya traemos el propio tras un espera de 40 minutos; promotoras que reparten folletos mecánicamente y sólo activan una sonrisa si hay una cámara cerca... Aquí el etcétera queda a cargo del lector para que lo complete con su propia –mala– experiencia. Que ejemplos sobran es tan cierto como que rara vez hay libros de quejas a mano para por lo menos desahogarnos sin tener que recurrir una vez más a ese ejército de salvación llamado Prodelco.

El pragmatismo del cartero piola
Un caso de esos que confirman que a la Ley del menor esfuerzo no hay con qué darle lo protagoniza la new generation de carteros. Esos que no llegan a destino ni en bicicleta ni caminando sino que irrumpen vertiginosamente en modernas motitos. Algunos muchachos del correo se caracterizan por ser sumamente expeditivos, para lo cual tienen un ingenioso modus operandis: lo primero (especialmente cuando se trata de un barrio y hay que repartir boletas o resúmenes de tarjetas) es divisar una ventana abierta. Una vez localizado el objetivo, el hábil mensajero arrojará graciosamente el material destinado a varios vecinos. De esta manera, quien se distrajo y osó ventilar su casa, se encontrará con que tiene que distribuir a sus colindantes la factura del gas, la intimación del banco, la suscripción de la revista tal, el alerta del Codeme y otra tanta correspondencia de lo más variopinta. Y lo hará si chistar porque, claro, sabe que la próxima le tocará a otro y así sucesivamente.
Hace unos días, una “víctima” de un cartero piola se dio cuenta del ágil método y salió corriendo para reclamarle por la canchereada. Con su mejor cara de “qué me venís a reclamar vos”, le contestó a la mujer: “pero si es de ahí al laaado”. El tenso diálogo se cortó con la impecable respuesta de ella, docente para más datos: “Mirá, a mí me pagan por hacer bien mi trabajo. Vos hacé el tuyo, no tengo por qué hacerlo por vos”. Sin inmutarse, el vivo del año cero arrancó la moto y partió.
Menos mal, habrá pensado la sufrida vecina, que las antiguas cartas fueron reemplazadas por e-mails. De no ser así, todavía estaría esperando noticias de España sentada en la vereda.

(Publicado en Diario Los Andes, 13 de enero de 2009)