De vacaciones, una familia se detiene en una moderna casa de artículos regionales. Después de preguntar mucho, mirar más y elegir poco, se decide: dulces y alfajores. Nada del otro mundo; la clásica compra para regalar a la vuelta a madres, suegras y amigos.
La diferencia con otros dulces y alfajores, si la hay, es que estos vienen aderezados con la impronta del marketing, esa jalea que cubre todo a su paso. Es decir, pertenecen al rubro delicatessen, lo cual implica un atractivo packaging (envase) y un precio que no le va en saga.
Una categoría que supuestamente los jerarquiza aunque no sean otros que los viejos y queridos productos caseros que la comodidad de los tiempos modernos dejaron atrás por la conveniencia de la producción en serie. Y, sobre todo, por ese eslabón cultural que se rompió como tantas cosas en este país.
En los viejos buenos tiempos, las madres pasaban la posta a sus hijas para ese dulce, conserva o bizcochuelo que llevaban implícita una garantía de calidad. Antes que conservantes en ellos había intuición, sabiduría y un componente inexistente en el mercado: lo afectivo.
Si bien esta suerte de herencia gastronómica todavía subsiste, especialmente en la zona rural, ya no tiene la constancia y continuidad de antaño. Lo llamativo es cómo esos productos caseros se han vuelto a revalorizar al punto de que cada vez son más las pymes orientadas a elaborar y comercializar aquello donde prima lo artesanal, sea esto una salsa de tomate o una tentadora cerveza.
La calidad es en estos casos el gran factor de venta. La preparación a menor escala viene aquí a garantizar lo natural que se había perdido frente a la pragmática cadena industrial.
Más que por una convicción de volver a las fuentes, muchos de estos emprendimientos surgieron con el crack del 2001. Por entonces, y ante la falta de otro capital que no fuera la creatividad, varios apelaron a lo que tenían a mano: la abuela y su incomparable dulce casero, el tío que fabricaba aceite de oliva, la cuñada que hacía los mejores alfajores de maicena.
Por su parte, las nuevas generaciones supieron aportar desde lo que mejor conocían: el diseño como imán y un hábil manejo de Internet para ejercitar el olfato empresarial y llevar a buen puerto su aggiornada versión de "lo casero".
Como no podía ser de otra manera, lo que hasta ayer llevaba el sello fatto in casa provenía de la huerta propia. Todo (o casi) estaba ahí, a la vista de todos. Damascos, duraznos, ciruelas, tomates, berenjenas, uvas, manzanas, proveían la materia prima necesaria para esas delicatessen que no tenían el pretendido glamour de las actuales pero eran sin dudas las mejores. Las de la nona.

(Publicado en Diario Los Andes, 6 de enero de 2009)