Ese “anonimato” no
sólo complica la llegada de impuestos, el cartero o el delivery. Es también un
signo de identidad
Vivo en un barrio donde las calles no tienen nombre. Todo un
tema a la hora de encargar remedios a la farmacia, pedir el delivery salvador o
esperar que el cartero de una vez por todas le acierte y deje el resumen de la
tarjeta de crédito en la casa que corresponde, no cuatro más allá, como ocurre
una y otra vez.
Todos los días estoy tentado de acercar una propuesta a la
municipalidad para que mi cuadra pierda su injusto anonimato. Me gustaría algo
temático, no una mera sucesión de nombres. Pienso en ese barrio cercano que
tiene calles que homenajean a obras y compositores de música clásica (Solares
de Guariento) o aquel otro que a su modo da un mensaje ecológico recurriendo a
las plantas y las flores (Utma).
No me digan que no suena tentador vivir en la calle Mozart o
que no huele bien hacerlo a la vera de Las gardenias. Casi siento envidia.
Cualquier opción es buena antes que repetir los merecidos –aunque
trilladísimos– tributos callejeros a héroes de la talla de un San Martín, un
Belgrano o un Sarmiento. Peor, qué duda cabe, es recurrir a los presidentes de
facto. No es lo mismo morar en la calle Onganía que en la Jorge Luis Borges, como
mi amigo de San Martín; o en la
Cipolleti, de Godoy Cruz, como mi antiguo mecánico.
Nuestro lugar, nuestra casa, nuestro entorno es también
parte de nuestra identidad, por eso no da lo mismo una calle sin nombre. A mí
no me da lo mismo. No es, o al menos muchos lo sentimos así, una mera
referencia para el envío de los impuestos o la revista del cable. De hecho,
tanta impronta militar en las arterias (palabra fea, pero cómoda a la hora del
sinónimo) de todo el país habla de una decisión política,
no de una simple información para el ordenamiento
territorial. Tan ideológico como que en tiempos de democracia se hayan cambiado
algunos nombres de calles, como por ejemplo dos de Gutiérrez, Maipú: la 6 de
Setiembre (fecha de 1930 en que se produjo el primer golpe de Estado de la
historia argentina) y la
José Evaristo Uriburu, líder de la revolución que derrocó a
Yrigoyen. Ambas fueron designadas por el nombre del líder radical Hipólito
Yrigoyen. Casos similares se dieron en su momento en Junín y Rivadavia.
En Buenos Aires también hubo modificaciones en calles,
escuelas y plazoletas. Aprovechando la tendencia, tras la muerte de Néstor
Kirchner se multiplicaron en todo el territorio argentino los proyectos para
colocarles su nombre a calles, escuelas, barrios y bibliotecas.
Recientemente, una alumna del Colegio Universitario Central,
Virginia Fragapane, de 17 años, presentó un proyecto de ley para que más calles
de la ciudad de Mendoza tengan nombres de mujer. Según su minucioso estudio, de
380 arterias relevadas apenas 14 evocan a mujeres. Su propuesta, que tuvo el
apoyo e impulso de su padre, es que al menos el 30% de los espacios públicos
(calles, paseos y plazas) lleve nombres de féminas.
Con o sin nombres, para aquellas situaciones en las que el
recién llegado está perdido y no logra dar con ese vecino que conoce vida, obra
y ubicación de todo el barrio, existe Google Maps. Utilizando su buscador,
visualizamos rápidamente mapas desplazables, fotos satelitales del mundo e,
incluso, la ruta entre diferentes locaciones. O bien el GPS (Global Positioning
System), esa suerte de guía con voz de película traducida que ayuda a orientar hasta al más despistado.
Volviendo a mi barrio, el de las calles sin nombre, debo
decir que nos hemos acostumbrado a deletrear la manzana (“d de dedo”, por caso)
y dar el número de la casa como contraseña para que aquel que llegue sin GPS,
Google Maps, ni vecino sabelotodo nos encuentre como a un pariente al que se le
perdió el rastro.
Que estemos entrenados no significa que nos resignemos.
Todavía confío en que algún día la boleta del gas me llegue a la calle Luis
Alberto Spinetta. Será justicia poética.
(En Diario UNO, 11 de
junio de 2012)