La velocidad a la que se mueve (¡vuela!) la tecnología nos deja a diario dando vueltas como una veleta en medio del temporal. Los que no tenemos la suerte de ser nativos digitales (esa generación que nació y se crió en tiempos digitales), pero tampoco ancianos nostálgicos de las fieles Remington o Lexicon 80, tratamos con no poco esfuerzo de no perder el tren informático.
Aprendemos lo esencial para desarrollar nuestro trabajo, nos sumamos tibiamente (o no) a las redes sociales, le sacamos todo el jugo posible a la web y hasta puede que en momentos de ocio cedamos a la seducción de jugar frente a una pantalla.
No obstante, cuando ya creemos que hemos dominado un poco más que los rudimentos básicos, otra vez aparece una nueva aplicación o un programa superador del que veníamos usando y otra vez a armar el jenga desde cero.
Cuando creíamos haberle tomado cierta confianza a nuestra hogareña PC, resulta que por una suerte de decreto virtual la susodicha acaba por transformarse de un momento a otro en un aparato jovato, despreciable. No alcanzamos a dar el salto a una notebook que ya la netbook, chiquita y todo, viene pidiendo pista y sacando pecho.
En vano. El i-Pad levanta la voz y altanero les suelta un “acá estoy, córranse cacharros obsoletos”. Y así sucesivamente con el imparable hamster del consumo.
Cómo procesar tanto cambio, desechar lo moderno por lo moderno mismo y absorber aquello que nos sirve, independientemente de si es para el trabajo o el simple entretenimiento, es un proceso no apto para perezosos. La tecnología está tan presente en lo cotidiano que sería absurdo rechazarla.
Celulares, mp3, computadoras portátiles, cámaras digitales, plasmas, LCD, LED, entre otros, son artefactos que pueblan nuestro cotidiano entorno y hacen más práctica, y en la mayoría de los casos mejor, la vida en el agitado mundo de hoy.
Por caso, ver con excelente calidad de imagen esa inolvidable película que intuíamos en aquel viejo televisor de válvulas y más rayas que un cuaderno, enviar un mensaje de texto en el momento mismo en que experimentamos la necesidad de expresar un sentimiento o una urgencia, escuchar buena música mientras caminamos o corremos, son todas realidades concretas que tiempo atrás creíamos sólo posibles en los libros de Ray Bradbury.
Entonces, por más dolores de cabeza que a veces nos cause leer los manuales (sí, esos con letra bonsai símil contratos) para aprovechar aunque más no sea el 10 por ciento del chiche nuevo, lo importante es el uso y el lugar que uno esté dispuesto a darle.
Ir contra el avance de estos hijos putativos de la modernidad supone una batalla perdida a priori y es aquí donde se dirá que ese avance depende del cristal con que se mire. Eso tal vez explique que todavía existan escritores que prefieran “teclear” una novela en su Lettera 22 o católicos aggiornados que gustan confesarse a través de la novísima opción que les ofrecen el iPhone y el iPad. ¡Dios nos libre!

(Publicado en Diario Los Andes, 11 de febrero de 2011)