En una escena del unitario Tratame bien, un padre (interpretado por el notable Julio Chávez) le dice a su hijo adolescente, incómodo por no poder evadir el diálogo: "¿Me podés decir en qué momento dejé de ser tu ídolo para convertirme en un pelotudo?".
Una situación similar parece estar dándose entre nosotros, electores a los que nos tienen de hijos, y una democracia que ya dejó de ser adolescente pero que aún conserva caprichos e inseguridades propias de esa edad tan traumática como maravillosa.
¿En qué momento dejamos de ir a votar con ilusión, convencidos de que estábamos contribuyendo a consolidar un espacio de libertad, a abrir un camino con menos piedras para las futuras generaciones? ¿Cuándo fue que olvidamos todos esos años de silencio forzado, con las urnas juntando telarañas? ¿Qué pasó para que con sólo escuchar la palabra elecciones se nos escape un suspiro de molestia y nos sobrevenga una sensación de obligación equiparable a trabajar un feriado o hacer cola para sacar el carnet?
Autoridades de mesa que inventan cualquier tipo de excusa para zafar del convite electoral, votantes que "justo" ese día tienen que estar en otra provincia visitando un pariente enfermo o haciendo un trámite; ancianos que agradecen haber superado la edad "obligatoria"; trabajos que -supuestamente- impiden trasladarse para sufragar, son claras muestras, excusas variopintas, de que votar se ha transformado en una carga que pesa casi tanto como intentar comunicarse con un vástago adolescente.
Claro, no muchos reconocerían esto públicamente. No se permitirían ser tachados de antidemocráticos o al menos de poco comprometidos, cuando en realidad son la patente expresión de una desidia ciudadana que campea en el mundo entero. Precisamente ésta fue la característica que más sobresalió en las recientes elecciones europeas.
Ahora bien, no llegamos de casualidad a este páramo de expectativas. Aquí el "cosecharás tu siembra" nos cabe a todos. No sólo a los políticos que, con su sistemático modus operandi de mostrarse incapaces para mejorar el país y la vida de sus habitantes, lograron que ya no les creamos que afuera llueve, sino también a quienes invariablemente metimos la pata dándoles el voto sin exigirles rendición de cuentas antes y después de ocupar un cargo.
Nos limitamos a ir a la escuela del barrio, esperar poco o mucho, entregar el DNI, poner completa la lista sábana con su caterva de desconocidos y volver rápido para hacer el asado (el premio para tamaño esfuerzo cívico). Y después, vuelta a esperar que regresen a colmar calles, postes, paredes, canales, diarios, radios, con renovadas frases hechas que lo único que dicen/piden es nuestro modesto voto.
Cascoteados como chocos cimarrones, sabemos que ya no podemos esperar milagros; sólo pedimos a cambio que nos traten bien. ¿Será mucho por ese pequeño acto de fe que renovamos a desgano cada dos años?

(Publicado en Diario Los Andes, 13 de junio de 2009)