Hasta no hace mucho tiempo las formas contaban. Existían códigos elementales en el trato cotidiano que regían las relaciones humanas y el sentido común.
Hablamos del respeto más elemental, no de cierto formalismo demodé.
Para no hablar de lo que no sabemos, hablemos del país en el que vivimos. 
Esa prescindencia de las formas ya es demasiado evidente como para no preocuparnos e invitar a la reflexión. 
Naturalizarlo todo es lo mismo que desentendernos. Y eso, sepámoslo, tiene un costo. Alto.
Hoy, cualquiera se siente habilitado a sobrepasar o vulnerar el derecho ajeno, como si nada hubiéramos aprendido de los oscuros años de la dictadura militar.
Cualquiera puede cortar una calle para hacerse oír, aunque lo que reclame sea una ridiculez (hinchas de Independiente cortaron el jueves el ingreso a la ciudad porque rechazan que el clásico con Gimnasia se juegue a las 14 y no a las 21).
Leyó bien: el nudo de Costanera y Vicente Zapata, bloqueado por un grupúsculo de no más de 50 personas.
Cualquiera considera que es válido peticionar el pago de una deuda pateando la puerta del despacho del gobernador, como ocurrió el miércoles con jubilados de las fuerzas de seguridad.
Cualquiera puede pegotear en los comercios del centro, en un puente o un árbol, el afiche de un candidato.
Cualquiera puede pintar un graffiti absurdo (no digamos un dibujo artístico, tampoco un mural de esos que embellecen una pared anodina) para dejar un ridículo mensaje en clave que sólo habrán de entender otros desalmados como él. 
Cualquiera cree que está bien cobrar -de prepo- por el estacionamiento (fuera del horario donde legalmente hay cuidacoches municipales)y exigir cifras absurdas, bajo la amenaza de que no habrá garantías de cómo se encontrará el auto a la vuelta.
Cualquier alumno puede usar su celular de última generación para grabar subrepticiamente a un docente en una situación confusa y luego viralizarlo (escracharlo) sin el contexto adecuado, para fomentar una interpretación errónea.
En definitiva, los impunes se multiplican bajo la creencia de que los derechos son para uno y las obligaciones para los demás. 
Con esta mediocre lógica de pensamiento, nuestra sociedad se va pauperizando a pasos agigantados. Lo penoso es que nos acostumbremos y ya nos dé lo mismo. 

(Diario UNO, 9 de agosto de 2015)