Difícil, muy difícil hacer la semblanza de un libro cuyo autor fue compañero de ruta, a veces amigo, otras colega y no pocas un eco distante. Teny Alós, contrariamente a lo que él creía, va a dejar huella en la poesía de Mendoza. Si no ocurrió del todo en vida, lo será gracias a las nuevas generaciones de poetas que lo sepan rescatar y poner en su justo lugar.
Incansable militante de la poesía como gestor de la revista Matiné y del grupo parapoético Las Malas Lenguas, Teny fue creando a lo largo del tiempo una obra que no se limitaba a escribir un libro y publicar. Su imaginario poético podía decantar en programas de radio como Tatuaje falso y La sed de los peces (por citar sólo dos de sus incursiones en ese medio), en la música como bajista de la banda punk Maldito V o escribiendo esporádicamente ensayos que ojalá alguien se tome la grata tarea de recopilarlos.
Para no sobreabundar en una biografía que le haga justicia, vayamos a Yu-ye-yu-ye-jop, su visceral canto de cisne. De cisne negro. Ya consciente de que atravesaba una irremediable cuenta regresiva, a instancias del escritor y periodista Ulises Naranjo, Teny aceptó el desafío de un libro final y se abocó a dar registro de sus últimos días. Sin saberlo, terminaría escribiendo su mejor libro.
A diferencia de sus obras anteriores (Travesía para tropezandantes y orquesta de sobrevivientes, Radio Chaplin), dejó de lado sus bellas y herméticas metáforas para ir al hueso, traducir tanta impotencia y a la vez tanto agradecimiento a la vida en versos de una simpleza que a veces duelen como ese cross que no veíamos venir.
Teny se propuso “fundar con el tiempo un nunca verosímil” y lo hace con este Yu-ye-yu-ye-jop que no es otra cosa que una suerte de “conjuro-hechizo autóctono contra los males del mundo” que hacía (re) sonar en su interior cada vez que debía enfrentarse a algún veredicto de los médicos o cuando necesitaba arengarse para atravesar los días como si fueran una sucesión de paredes.
“Caminaba yo / hacia lo desconocido / y esperaba yo / que lo desconocido / no tuviera hambre de mí”, apuntó en versos que no tienen miedo de hablar del miedo, que habla de pozos, caídas y vuelos mientras cae, mientras vuela, mientras ama y odia con igual intensidad.
Como bien apunta Naranjo en el prólogo, “las palabras, en este libro, están puestas con la suprema justeza de lo definitivo y así debe ser leído”. Pero el espíritu rebelde que caracterizó a Teny toda su vida, disiente y desafía: “el poema no se termina de escribir jamás”. Y advierte: “Soy el que calla / para nacer de nuevo”. Espíritu punk, hasta el último suspiro.
Y como una humilde despedida, la letanía alosiana se deja escuchar así: “Me voy / y lo que se ve / es un cartonero / de emociones / perdiéndose/ entre la gente”.
Para invocar a la tribu poética que deberá recoger la antorcha de aquel poema interminable, no queda otra que hacerlo a su manera,apelando a ese mantra que no deja de agitarnos. Ahí va: “Yu-ye-yu-ye-jop, Yu-ye-yu-ye-jop, Yu-ye-yu-ye-jop”.


Yu-ye-yu-ye-jop

Autor Teny Alós 
Género Poesía
Editorial Espantosa (Mendoza)
Año 2013 Páginas 111

(Suplemento Escenario, Diario UNO, 21 de febrero de 2014)
Cuando a principios de diciembre asumió por segunda vez al frente del radicalismo, su mensaje fue directo al hueso de los correligionarios: “De aquí al 10 de diciembre de 2015, el peronismo deberá hacer frente a las consecuencias de sus errores y nosotros nos vamos a hacer cargo del futuro de la Argentina”. Y redobló la apuesta: “No vamos a buscar las fotos vacías”. 
Con esta frase, un vehemente Ernesto Sanz dejaba en claro que apuntará a la construcción de un espacio en común con otras fuerzas pero que éste no se limitará a amontonar nombres y sonrisas de campaña. 
El sanrafaelino apunta al diálogo que sustente una alternativa distinta a intentos similares que naufragaron por su propio peso o, mejor dicho, por su falta de peso.
En un país donde importa más el mañana que el hoy, el 2015 está a un paso y la sucesión de Cristina desvela no sólo al universo K sino también a la oposición. En ese contexto, el mendocino Sanz hoy emerge como una figura fuerte que pide primer plano. Y esa presencia está sustentada en la conducción de la UCR y en una sólida presencia en el Congreso, donde desde su banca de senador nacional no tiene empacho en alzar la voz para oponerse con dureza a la designación de Milani al frente del Ejército o cuestionar la reforma del nuevo Código Civil y Comercial. 
Por eso no extrañó que este año su gestión legislativa volviera a ser destacada con los Premios Parlamentario, ocupando el 4º lugar entre los más votados.
En su camino al sillón de Rivadavia, no importa si se interpone un Julio Cobos cada vez mejor aspectado. Ya en el 2007, cuando fue candidato a vice de Roberto Iglesias, decía acerca de Cleto: “Sólo a él le fue bien estos años. A Mendoza le fue como la mona”. 
En ese estilo sin eufemismos, Sanz ha construido un perfil de político frontal y convincente que busca instalar a Mendoza en el centro del poder. 

(Diario UNO, 29 de diciembre de 2013)
Como si se tratara de una entrega por capítulos, la trágica historia del choque frontal en San Martín va cerrando de a poco como una herida, aunque prometa segundas y hasta terceras partes.
Además de buscar respuestas a lo que a falta de palabras más precisas solemos definir como “fatalidad” o “milagro” (en aquellos casos en que salvaron sus vidas), en hechos como este siempre se torna  imprescindible sacar en limpio alguna enseñanza, encontrar mecanismos más efectivos para que no se repitan.

Rutas suicidas. Que Argentina tenga en promedio unas 5.000 muertes por año a raíz de su caótico tránsito, según datos de la Organización Mundial de la Salud, debería llevar a los gobiernos provinciales y a la Nación a poner el tema entre sus prioridades. Ya sabemos que la economía y la seguridad están a la cabeza, sobre todo por el contexto y la dinámica de la realidad argentina, pero lo vial también es parte de la inseguridad que se vive hoy.
La misma organización advierte que en 2030, sobre todo en países como el nuestro, las muertes viales serán una de las principales causas de muerte. Mientras tanto, las rutas están en pésimo estado y, aunque los peajes se multipliquen, las mejoras no llegan. 
Cualquiera que haya viajado recientemente a la costa atlántica habrá notado lo desastroso de los caminos, sin contar que no hay carteles informativos en cientos de kilómetros. Para un turista extranjero debe ser un enigma atravesar el país, porque esta ausencia de referencias y distancias es tan elemental que confunde, complica y da bronca.
Ahora bien, cuando ocurren accidentes como el de San Martín, ahí sí salta la liebre. Se reabre el debate por la seguridad en las rutas, qué rol tuvo la policía, las condiciones de los caminos, la impericia del conductor, etcétera, pero esto dura como todo en la era de la información efímera: hasta la próxima noticia que supere la anterior, que puede ser desde el pedido de juicio político a un miembro de la Corte, las críticas de la Presidenta a los dueños de supermercados o el casamiento de Matías Alé.

Tonto, no es para jugar. Si algo dejó bajo la lupa la tragedia de la ruta 7, fue el 911. En realidad, si fuéramos precisos, deberíamos decir la capacidad de reacción de este servicio y quienes lo operaban cuando ocurrió el choque frontal entre el micro y el camión. No haber dado pronta respuesta a las denuncias del confuso estado del camionero brasileño desembocó en la sanción a 9 policías. Otra vez la reacción tardía, y el escarnio público por la falta de reflejos.
Pero lo que vino después fue un fuerte cuestionamiento al sistema, lo cual también fue una puesta en escena, porque ya desde antes de la tragedia en el Este había aspectos que mejorar. El mismo servicio cuestionado es el que ayudó a movilizar al resto –bomberos, ambulancias, móviles policiales– en el accidente de San Martín y las condenables fallas no lo invalidan como mecanismo. Sí hay que lograr que funcione de manera más eficiente, pero para eso debemos contar con una sociedad menos desalmada que no lo utilice para hacer bromas o brindar falsa información de manera tal que esa llamada pueda estar obstaculizando el ingreso de una urgencia.
Es muy obvio, hasta un niño lo entiende; sin embargo, hay que realizar campañas y repetir hasta el hartazgo que el 911 está para otras necesidades. ¿No está un poco cansado el lector de escuchar, leer o ver que se critique sobre cualquier tema, pero después en la calle o en la vida personal seamos iguales o peores que “los otros”?
La seudojustificación sociológica de café que sostiene “y, los argentinos somos así” es frustrante. Cada padre, cada docente, cada uno en la función que le toque, debería empezar a abonar el terreno, léase apuntar a los niños, para sembrar eso en que los adultos ya fracasamos.

El poder de las historias. Detrás del a veces apabullante volumen de noticias que a diario proyectamos todos los medios, hay historias que no siempre son título principal, pero que se imponen por peso propio. Y eso ocurre, más que por habilidad periodística, por la singular empatía que se produce entre los lectores, oyentes o espectadores y los protagonistas de esas historias.
¿Cómo no conmoverse con el niño de 7 años que les ofrece a los ladrones sus moneditas para que dejen de pegarle a su padre, un contador de Guaymallén? ¿Cómo no indignarse ante la golpiza que recibe un joven por el solo hecho de ser gay o el maltrato policial a una mujer que precisamente va a denunciar un caso de violencia de género?
¿Cómo no maldecir tanta burocracia que impide a la mendocina Nora Morales traer de España a su nieta de 2 años? ¿Cómo no ponerse en la piel de esa persona que se bajó antes del accidente en San Martín y que era la famosa víctima 17? ¿Cómo no pensar qué habría pasado si ese camión que perdió su carga de troncos en el Acceso Sur hubiera impactado sobre el auto de la ex Reina vendimial Wanda Kaliciñski, quien le agradeció “al barba” en su Twitter? ¿Cómo no alarmarse ante la muerte del camarógrafo al que lo hirió una bengala mientras cubría una protesta en Río de Janeiro?
Y pensar que en foros literarios todavía se sigue debatiendo si ya todo está escrito, si se acabaron los temas y no queda más que reescribir con nuevos enfoques lo mismo de ayer y antes de ayer. La vida “real” dice todo lo contrario.

Los números y el sinceramiento. Para aquellos a los que en la escuela odiábamos las matemáticas –la mayoría, reconozcámoslo–, los números son un enigma equiparable al de determinar cuál es el talento de Vicky Xipolitakis o entender por qué Tevez no está en la Selección. Sin embargo, desde que arrancó el año, los números están presentes en la calle, las casas, los comercios y los medios.
El dólar desatado, la devaluación del peso, los precios cuidados y los descuidados, el nuevo índice de medición (y el bienvenido sinceramiento), la inflación acechante, el debate por el presupuesto y la álgida discusión en paritarias, todo se traduce en números. Cifras que parecen abstractas y, no obstante, definen el curso de un país y, por qué no, el de nuestras vidas.
Aunque los argentinos nos jactemos de poder dictar cursos de sobrevivencia, el bolsillo se ha transformado en un símbolo de resistencia. De allí que toda negociación al respecto hoy sea tan complicada porque cada peso vale mucho más –o mucho menos– que un peso. La sensatez con que se negocie es un reaseguro de que el país no se desmadre, pero tampoco debe soslayarse el esfuerzo estratégico de cada persona y cada rubro.

(Diario UNO, domingo 16 de febrero de 2014)
EI hecho podría haber pasado sin pena ni gloria. Sin embargo, gracias a la tecnología que hoy permite registrar prácticamente todo, desde las más vanales instancias privadas hasta tragedias como la ocurrida hace unos días en San Martín, la historia se terminó “viralizando” -como se dice ahora- a través de las redes sociales y los medios de comunicación digitales.
Nos referimos al caso de la niña que su padre dejó encerrada en un auto mientras se desarrollaba el recital del grupo de rock Divididos en la localidad de Lincoln. 
La pequeña fue detectada llorando por personal de seguridad y fue trasladada hasta el escenario donde el líder de la banda, Ricardo Mollo, interrumpió el show, la tomó en sus brazos y muy molesto dijo por micrófono: “Vení a buscar a tu hija, animal. ¿Cómo se puede seguir haciendo música con esto?”.
Lógicamente, el público se hizo oír repudiando la actitud del padre de la niña. 
La anécdota finaliza con el desaprensivo progenitor recuperando a su hija detrás del escenario.
Al otro día, el cuestionado hombre intentó defenderse a través de Facebook y no hizo otra cosa que sumar más cuestionamientos. 
Según su versión, él estaba trabajando y en realidad había sido su ex mujer quien dejó a la niña encerrada en el auto. 
De paso, el personaje de la noche aprovechó para reclamar la tenencia de su hija. Sí, la mismísima abandonada. 
Hay que reconocer que también hubo otros que le dieron el beneficio de la duda y se preguntaron si no sería cierto lo que el desalmado argumentaba a su favor.
Lo que ocurrió en Lincoln y se mediatizó puede parecer un tema menor cuando en realidad  expresa una situación cada vez más frecuente: la indefensión de los menores en medio de la puja de sus padres. Los niños como rehenes de parejas que no logran dirimir sus diferencias en forma madura.
Tenga quien tenga razón, lo cierto es que la pequeña estuvo sola, sin ningún tipo de garantías de que no fuera a pasarle algo peor. Padre y madre estuvieron ausentes y la violenta reacción del hombre al dar públicamente el nombre de su ex pareja e insultarla no contribuyó en nada a subsanar un error que podría haber terminado muy mal.
Dentro de unos años, la niña tal vez sonría al verse en fotos y videos acurrucada en los brazos de un grande del rock. Lo que seguro nunca olvidará es esa sensación de orfandad que sintió cuando despertó sola sin su papá ni su mamá... en un auto.
Una tragegia vial de la magnitud de lo ocurrido el viernes pasado en San Martín debe, imperiosamente, dejar enseñanzas. 
No alcanza con la necesaria sanción a los policías que no actuaron con la seriedad y la rapidez que exigían las advertencias acerca del confuso estado del chofer brasileño.  
No basta con reconstruir paso a paso lo que llevó al desalmando conductor a transitar tantos kilómetros a contramano hasta chocar de frente contra un micro y dejar un luctuoso saldo de 17 víctimas fatales. 
No es suficiente desmentir la versión de que el chofer del camión no fue asaltado y confirmar que iba solo, camino al siniestro que ya se inscribe entre los más trágicos ocurridos en la provincia.
¿Por qué no basta? Porque, muertos más, muertos menos, este tipo de accidentes seguirán ocurriendo si no se plantea una política seria y rigurosa en material vial que no se limite a labrar multas y creer que manu militari habrá un cambio sustancial. 
Según los especialistas en la materia, la seguridad vial exige, entre otras tantas medidas, reformular el sistema de tránsito, mejorar la infraestructura (en general, las rutas y gran parte de las calles están en pésimo estado)y realizar más controles en la vía pública. 
Poner el acento en la prevención es hoy una prioridad. Los números son demasiado elocuentes como para no actuar en consecuencia. 
Por eso campañas como las de Vida & vuelta, impulsada por el gobierno provincial, son muy importantes para ir generando conciencia, sobre todo en los más jóvenes. 
No conducir si se ha tomado alcohol y designar a un responsable del volante son dos consignas que de naturalizarse colaborarían en gran medida para ir achicando las aciagas estadísticas. 
La educación formal también tiene mucho que aportar en este aspecto. En las aulas debe hablarse de estos temas y debatirlos. En aquellos casos en que se concretó a través de talleres hubo excelentes ideas y un entusiasmo que permite esperanzarse. 
Como dijo en el panel de Séptimo Día el experto en seguridad Carlos Trad, “hace falta una política de Estado, un acuerdo del Gobierno y los poderes, y que se sume la comunidad. Esto no está ocurriendo”. Es cierto, por eso ya va siendo hora de que ocurra. 

(Diario UNO, 11 de febrero de 2014)
Si hay algo que en medio de esta “dolarmanía” que sobrevuela a todo el país, saca a flote una de las peores características del argentino, eso es la avivada. 
Hay productos que, estén o no sus costos atados al vaivén de la divisa estadounidense, han aumentado en estos días sus precios en una proporción absurda. Y la razón en todos los casos es la misma: la culpa la tiene el dólar.
La especulación, tan cara al nuestro ser nacional, lleva a que en ese natural afán de no querer perder frente a la devaluación del peso y la imparable inflación, se inflen los precios “por las dudas”, al menos hasta que el panorama -suelen justificar- se aclare un poco.
¿Bajo que variable creíble y sensata el valor de un teléfono celular puede haberse disparado en apenas un día hasta $700 más caro?
¿O de golpe desaparecer de las góndolas de los supermercados artículos esenciales de la canasta básica, como aceite y azúcar?
¿ O que a unos cuantos locales céntricos al unísono decidan que es momento de aggionar sus vidrieras para de esa manera no exhibir los productos con sus respectivos precios? El cartelito de “en construcción” casi funcionó como una contraseña con esos clientes que nada tienen de ingenuos.  
A esta altura, hemos vivido tantas situaciones de tensión económica que no nos resulta extraño bailar a ese compás. Se diría que ya tenemos cintura para eso, incluso un desarrollado olfato de sobrevivientes que nos ayuda a estar siempre en alerta.
El problema es cuando por estar en guardia terminamos dando espacio a las avivadas, a esa típica picardía que va mucho más allá de evitar ponernos en guardia para que no nos lleve puestos la especulación económica de los que digitan el mercado mayor, el que realmente mueve la aguja. 
Desde el gobierno provincial se han motorizado operativos de inspección para detectar y multar en aquellos casos en que no se exhiban los precios. Sin embargo, habría que tener un inspector por comercio para evitar que se sigan desmadrando los números. Imposible.
Hasta que no se vuelvan a acomodar los mercados y se diluya un poco el efecto dólar, la incertidumbre y el ventajismo seguirán copando la parada. Ser parte de esa tendencia suicida es tan peligroso como no denunciarlo o no hacer algo para evitarlo. 

(Diario UNO, 29 de enero de 2014)
Si se puede evitar, entonces no es un accidente. Si trasladamos esta aseveración plena de sentido común a lo ocurrido el viernes en San Martín, lo más preciso será hablar de una tragedia vial. 
Algunos, incluso, lo catalogaron de “atentado” porque cuesta definir de otra manera lo que provocó el conductor del camión que recorrió unos cuantos kilómetros en contramano hasta impactar de frente con el micro que se dirigía hacia la Terminal del Sol y provocar la muerte de 17 personas. 
A diario vemos en Mendoza (aunque el resto del país no escapa a este realidad) la impunidad con que tantos automovilistas manejan de forma temeraria sin reparar en lo que pueden causar en los demás, no sólo en ellos mismos.
Argentina padece de punta a punta un problema sin solución a corto plazo: rutas en pésimo estado, falta de radares para controlar el exceso de velocidad, multas que no logran amedrentar a los imprundentes y, sobre todo, conductores con pésima formación. 
En definitiva, un cóctel que termina justificando las apabullantes estadísticas que revelan que por año unos 5.000 argentinos mueren en la vía pública. 
No obstante, el negro panorama no se visualiza únicamente en nuestro país. 
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los accidentes de tráfico se convertirán en poco tiempo en una nueva plaga (ver página 8, sección DOS). Tanto, que se estima que en los países en desarrollo alcanzarán al sida como causa de muerte. 
 El caso del tremendo choque en la zona Este desnudó un contexto de falencias que tal vez podrían haber evitado un descenlace tan letal. 
Así lo percibió el propio Ministerio de Seguridad puesto que pasó disponibilidad a nueve  policías al considerar que no habrían actuado como corresponde ante las denuncias que advertían que el camionero no estaba en condiciones de conducir y luego que transitaba en contramano por una ruta nacional.
Es decir que en esa cadena de errores que contribuyeron a un final por todos conocido hubo varios eslabones que sólo una profunda investigación llevará a determinar cuánto de responsabilidad tuvieron.
Si las muertes se multiplican día a día y todos los estudios serios al respecto en el mundo entero nos alertan, nadie puede seguir haciéndose el distraído. Todos podemos ser la próxima víctima.
En estos agitados días en que el billete estadounidense se lleva la atención de buena parte de los medios de comunicación y de toda charla de café, plantear que numerosos chicos mendocinos que practican skate no cuentan con un lugar específico para hacerlo, podría dar la falsa la impresión de que se da la espalda a los grandes temas. 
Nada más errado. ¿O acaso los adolescentes  no son el segmento más codiciado por los estrategas del consumo, como también el más sensible en relación al delito? 
Por lo tanto, escucharlos, entender sus necesidades, es parte de esa contención que los aisla de las peores enfermedades sociales y los aúna en algo tan sano y vital como el deporte.
La gente se queja, y con razón, de que los chicos suelen destruir las plazas con sus patinetas. Ellos lo reconocen, por eso mismo piden tener un lugar para desarrollar su pasión.
Hoy, estos espacios largamente reclamados simbolizan el lugar que en otras épocas ocupaban los “campitos” o “potreros”, donde los pibes se autoconvocaban para jugar al fútbol sin tener al alcohol y las drogas como una temible acechanza. 
Siempre que se diseña una plaza o un nuevo espacio verde, desde el vamos hay garantías de que allí niños y ancianos tendrán asegurado un lugar para la recreación y el esparcimiento.
Por eso, en función de lo que vienen planteando estos skaters, sería importante que las comunas que están remodelando o creando estos estratégicos pulmones citadinos contemplen generar espacios para ellos. 
No se valora que se trata de jóvenes que están realizando un deporte que exige destreza, concentración y mucha práctica, lo que a su vez implica que no estén como tantos de sus pares tomando cerveza en una esquina, peligrosamente propensos a caer en las garras del delito.
Consultados acerca de este tema, es común que políticos y funcionarios salgan del paso prometiendo la construcción de skate parks, pero una vez que se acallan los reclamos de los chicos o de quienes se sienten afectados por sus patinetas, la promesa se desvanece. 
La pregunta sería si queremos un espacio público que sólo se limite a ser un mero paseo para la exhibición de monumentos históricos y coquetos jardines o, acorde a los nuevos tiempos, abrir el juego a un ámbito vivo, dinámico, donde el deporte y la naturaleza convivan armónicamente.  

(Diario UNO, 28 de enero de 2014)
Pregunta retórica: ¿dónde puede uno quejarse cuando no hay libro de quejas? 
Ese objeto, que suena hasta obsoleto en la era de los teléfonos inteligentes y el home banking, aún tiene un poder simbólico que no habría que desaprovechar si realmente quien lo pone a disposición del cliente tiene entre sus prioridades ofrecer un mejor servicio.
De entenderlo de esa manera, el libro de quejas realmente funcionaría como una herramienta para que el comercio transparente sus operaciones y se garantice que el comprador vuelva, no que proclame a los cuatro vientos cómo lo estafaron. 
A fines del año pasado, una resolución de la Dirección de Defensa al Consumidor establecía por ley la obligatoriedad de que los comercios expusieran -a partir de enero del 2014- a la vista del público este instrumento de reclamo.  
 Sin embargo, un recorrido realizado por este diario constató que todo sigue como antes. Es decir, sin compromiso de ambos lados del mostrador: ni el comerciante lo expone a la vista del público ni el cliente sabe -o pide- utilizar el libro para volcar allí su disconformidad.
Muchos comerciantes aducen como justicación que no han  recibido ninguna notificación oficial para empezar a ponerlo a disposición.
Hay que recordar que esta medida no apuntaba sólo a la exhibición del libro de quejas sino, sobre todo, a que se le dé continuidad al reclamo del consumidor.
De nada vale que quede registrado por escrito un planteo del cliente si no tiene, al cabo de un tiempo, una respuesta concreta.
La iniciativa de Defensa al Consumidor apuntó a que se trate de un proceso con principio y fin, que no se agote en el mero descargo emocional o el “pataleo” por escrito que simplemente muere allí.
Por el lado del gobierno también hay un mea culpa ya que, admiten, todavía no se completó la logística para cumplir con todas las etapas del procedimiento.
En definitiva, más tarde o más temprano, el plan se irá completando, pero lo básico para el éxito de esta medida no pasa por ningún formalismo administrativo. Pasa por el compromiso de comerciantes y consumidores, quienes deben ser conscientes de que juntos pueden empezar a cambiar las reglas del juego en beneficio de todos.

(Diario UNO, 1 de febrero de 2014)

Los sordos
, de Rodrigo Rey Rosa. Alfaguara. 2013. 232 pág.


Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) integra ese lote generacional de escritores latinoamericanos que no son jóvenes pero cuyas obras ya se empiezan a imponer gracias a una escritura madura y personal. Entre ellos se podría mencionar casi al azar a Héctor Abad Faciolince, Santiago Roncagliolo, Edmundo Pérez Soldán y el argentino Carlos Domínguez.
Traductor y amigo de Paul Bowles, Rey Rosa es un trotamundos de esos que salen a embeberse de experiencias y aventuras para a la vuelta del camino poder contar mejor que nadie un relato con anclaje, tono y color propios de su tierra.
La realidad siempre agitada de un país pequeño como Guatemala es el marco propicio donde se desarrolla Los sordos. Una historia que en realidad son dos: la desaparición de un chiquito sordo quien vive al cuidado de su abuela, ambos oriundos de un pueblito paupérrimo y en lucha tenaz por la superviviencia. Y por otro lado, la sospechosa ausencia de Clara, hija de un poderoso empresario tan omnipresente como riguroso alma páter, enredada con un amante abogado y flojo de papeles y un fiel guardaespaldas que oficiará de ángel de la guarda.
Los caminos de ambos, el niño pobre y la chica rica, confluirán naturalmente porque el transfondo social así lo exige. 
Con una prosa clara y no exenta de ecos poéticos, el autor de La orilla africana y El material humano logra con Los sordos una metáfora de ese individualismo que es un sello de esta época donde prima más el ombligo que el cerebro o el corazón; una realidad de la que tampoco queda afuera la castigada Guatemala.
Clara lo traduce en una frase donde cuestiona a quienes quieren saber acerca de ella: "Son unos paranoicos. ¡Es ese país! Por eso tuve que escaparme...¿Están sordos?. ¡Están sordos todos! -gritó-".
Sordos -y ciegos- son, en definitiva, aquellos que no reparan en esos niños pobres, sin destino, como el pequeño Andrés. Y Ciego -y sordo- es el entorno de Clara que no repara en su tremenda soledad, pese a estar económicamente a salvo, pero no deja de ser una triste mujer adinerada. 
Es decir que la garantía no está en el dinero ni el confort. En un punto, Andrés y Clara son víctimas que, golpes de suerte mediante, podrán redimir sus destinos, siempre cuando alguien esté dispuesto a escuchar. Y a ver.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 8 de febrero de 2014)

El archivo