Acorde al culto a su figura que generó en vida, Mao Tse-Tung descansa en un imponente mausoleo que permite ver en un conmovedor y veloz paso el cuerpo momificado del líder chino. Entre el amor y el odio, su leyenda.

PEKÍN (Enviado especial de UNO)– En un extremo de la Plaza de Tiananmen, considerada la más grande del mundo, eso que parece una delegación gubernamental u otro imponente museo no es otro que el Mausoleo de Mao. Desde 1977, un año después de su muerte, descansa allí el líder del Partido Comunista que en 1949 tomó el poder en la China continental y proclamó la nueva República Popular al vencer en la guerra civil a las fuerzas de la República de China, encabezadas por Chiang Kaishek.
Para poder llegar hasta donde reposa el cuerpo de Mao Zedong (o si gustan, Mao Tse-Tung) hay que sortear una serie de pasos burocráticos, casi una carrera de obstáculos. Superar las distintas etapas no es muy distinto a moverse dentro de un aeropuerto internacional. Aquí los escáneres no andan con vueltas. Y los guardias, mucho menos. Nada de cámaras de fotos, lentes de sol, celulares o chiches tecnológicos. Nada de hacerse el pícaro y querer tomar imágenes donde sólo hay espacio para la contemplación y la veneración. Estamos a escasas cuadras de la mítica Ciudad Prohibida, en el corazón de la moderna Pekín.
Menos en el verano, en que está cerrado al público, el visitante puede ingresar gratis los lunes, miércoles y viernes al enorme edificio construido por unas 700 mil personas en menos de un año. Camino al encuentro con el muerto más famoso, lo primero que vemos es el monumento a los héroes del pueblo, un obelisco de 38 metros que homenajea a obreros, campesinos, soldados y estudiantes que participaron en la lucha revolucionaria.
Unos cuantos metros más adelante, un friso incluye imágenes de esos protagonistas que marcaron un quiebre en la china del siglo XX. No importa si se sabe mucho o poco de la historia de Mao y los suyos.
Una vez que se sale de su imponente tumba la sensación es bastante extraña. El tránsito a ambos costados del féretro ha durado escas
os segundos. Al líder comunista sólo se lo puede ver desde unos cuantos metros, detrás de un vidrio y con una tenue luz.
El silencio no es un gesto, es norma en este espacio sagrado. Imposible no recordar ahora aquel capítulo de Los Simpson en China donde, ficción mediante, Homero sí puede acercarse a Mao y cómplice comenta: “Ahh, mírenlo, es como un angelito que ha matado a 30 millones de personas...”.
Producto del arte funerario, este Mao aún luce rozagante, con un brillo en su rostro como el de esas fotos saturadas en las páginas de un diario. Envuelto en una bandera roja, su cuerpo embalsamado permanece guardado en una cámara refrigerada para ser sacado únicamente durante las horas de visita.
Quien en vida había manifestado su voluntad de ser incinerado, pervive hoy como una solemne momia que atrae tantos visitantes como el palacio imperial chino en la Ciudad Prohibida o la interminable MurallaChina.
En la misma sala hay numerosos elementos personales del estadista nacido en Hunan en 1893, pero no están a la vista, algo que recién sabremos después gracias a una guía leída a destiempo.
Una china de edad indefinida, como tantos otros miles de chinos, acaba de dejar flores amarillas –todos llevan las mismas y la misma cantidad– que se acumulan prolijamentelíder. Nadie repara en ellas, que se van juntando y a su vez crean el efecto de un desmesurado florero.
Veo en esa mujer una emoción contenida, una emoción que no logro hacer mía. Cada gesto, cada silencio, forman parte de ese acting reverencial que sobre todo los chinos siguen al pie de la letra. Sin embargo, me llevo más Maos de lo que hubiera creído al ingresar.
En sus años de liderazgo, el ex bibliotecario que sostenía que “leer demasiados libros es peligroso” hizo un culto a la personalidad, algo en un receptáculo ubicado al ingreso del mausoleo, frente a una estatua del que ya muerto sus seguidores continuaron con igual devoción.
Apenas salgo de ese silencio conmovedor, vendedores ambulantes –desconozco si ellos se reconocen como tal– se vienen como moscas, rompiendo tanta circunspección, para ofrecer todo tipo de souvenirs de un rojo furioso que de no ser porque tienen como único imán al propio Mao, podrían estar en cualquier persa a la vuelta de la casa de uno.
Su insistencia se torna molesta y lo que en principio se intenta disipar con un incómodo xiè xiè (gracias) no alcanza. Echando mano a unos pocos yuanes, como es de esperar, el acoso cede. Así funciona el aceitado mecanismo con los turistas. Ganan por cansancio
Una vez dejado atrás el memorial, la sensación que embarga al visitante es claramente diferenciada para un chino que para un extranjero. Ellos, se nota en sus rostros conmovidos, acaban de honrar a quien cambió el curso de la historia de su país; en cambio, para los que estamos de paso significa haber sido respetuosos testigos de cómo se venera a un personaje emblemático de esos que sólo conocíamos por los libros de historia, mucho antes de Google y Wikipedia. 

(En suplemento Punto Cardinal, Diario UNO, abril de 2013)
 


El poeta Luis Benítez sorprende con Sombras nada más, una novela sobre dos cantores de tango en los tiempos de la muerte de Evita.
 
Al prolífico Luis Benítez (Buenos Aires, 1956) se lo conoce más por su sólida producción poética que por su narrativa y su ensayística (recordar aquí su muy recomendable Digresiones). Esto genera aún más interés en abordar la lectura de su última novela, Sombras nada más, obra que nos revela a un autor con un universo propio y un claro objetivo: contar una buena historia, “como las de antes”.
¿Qué significa esto último? Algo muy simple: Benítez no se cuelga de ninguna vanguardia, ni apela a un argot seudomoderno para dotar lo que cuenta de un ropaje pretencioso que termine ocultando lo esencial del relato.
En Sombras nada más, ya desde su título con resonancias tangueras, encontramos pistas de lo que vendrá.
Pero es esa suerte de ¿aclaración? ¿advertencia? entre paréntesis que reza “una novela del peronismo mágico” lo que funciona cual imán para introducirnos al libro sin más preámbulos.
El eje de Sombras… es la muerte de Eva Perón y las resonancias humanas, políticas y sociales que provoca ese duelo sin fecha de vencimiento.
Dos cantores de tangos, Aldao y Fabián del Mar, quienes parecen escapados de una novela del Gordo Osvaldo Soriano, son un par de saltimbanquis porteños que salen a la ruta a estafar a incautos de los pequeños pueblos.
Allí montan una puesta en escena con falsos concursos de tango que, cual realities de los que hoy cunden en la tele mundial, prometen fama y honores que no son más que fuegos de artificio y una garantía de pronto olvido.
A este periplo propio de una road movie lo concretan al volante de un auto tan particular como quienes lo conducen, cuyo nombre está acorde al imaginario peronista que atraviesa todo el relato: “El Justicialista”.
A la par de estas estafas que les permiten sobrevivir con más holgura que cuando cantaban en la radio y en los piringundines del bajo fondo, ambos maceran una venganza que, en un paradójico punto, es el motor de sus vidas lánguidas, siempre al borde del tiro del final.
“Yo me veía a mi mismo como alguien hecho por entero de años vacíos”, confiesa un Del Mar involuntariamente metafísico.
Finalista en el año 2008 del Premio Clarín de Novela, con un jurado capitaneado por José Saramago, Sombras nada más es una historia de perdedores que se ganan la empatía del lector porque a pesar de la borgeana resolución orillera con que se desencadenan los hechos, no dejan de ser dos tipos a los que no es difícil imaginarlos a toda velocidad por las rutas argentinas cantando a dos voces y a bordo de “El Justicialista” los versos de
José María Contursi: “Quisiera abrir lentamente mis venas / Mi sangre toda vertirla a tus pies / para poderte demostrar que más no puedo amar / y entonces/ morir después / ¡Sombras, nada más, acariciando mis manos!/ ¡Sombras, nada más, en el temblor de mi voz!”.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 13 abril de 2013)