Pluma o mouse mediante, Ana María Shua es el Zelig de su propio circo: mujer barbuda, trapecista, maga, equilibrista y, por qué no, elefanta, mona o gitana. Ella es ella y ninguna en todos los papeles de este acuario circense al que desarma y desnuda con la maestría, humor y sensibilidad que la caracteriza.
Cada microrrelato de Fenómenos de circo (Emecé) es una estaca, una soga, un parche más en esa gran carpa donde cabe y vale todo. En ese mundo con reglas propias, la mentada magia se sobrepone al lugar común y hasta el lector más avisado puede pasar de largo por la red agujereada.
Los freaks de la autora de Botánica del caos y La sueñera son queribles, revulsivos, entrañables. Vienen de la vida real y de su febril imaginación, y poco importa cuánto tienen de uno u otro. Gétulos, paquidermos, mifps, la poeta écuyeré, icarios y la mujer cara de mula, entre tantos, son parte de un staff tan humano como el payaso perfecto que fue nominado al Nobel.
“¿Cómo sorprender a los malditos, a los cínicos espectadores que ya lo han visto todo?”, lanza como un cuchillo envenenado la Shua, sabiendo que del otro lado no lo podremos atrapar porque a esa altura ya tendremos las manos ocupadas en aplaudir o cerrar el libro.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 21 de julio de 2012)
La reapertura de una sala es buen motivo para celebrar y una oportuna excusa para revisitar la infancia. 

Todavía, al pasar frente a lo que ayer fue un cine y hoy es una iglesia evangélica, un supermercado o una playa de estacionamiento, siento una extraña sensación, algo ubicado exactamente entre la nostalgia y la bronca. Y la razón, no es tan difícil de encontrarla, es que con ellos se nos fue en primer lugar una parte de nuestra historia personal, pero también un capítulo importante del lugar donde vivimos. Algo que, parece estar más que claro, nunca tuvo eco en la agenda política ni siquiera en la cultural.Por eso lo que ocurrió en San Rafael hace unos días es motivo de celebración. Como contracara de la inolvidable Cinema paradiso, aquella película de Giuseppe Tornatore que sintetizó maravillosamente lo que significa para un pueblo y sobre todo para cada persona la magia del cine y la tristeza de perderla a manos del supuesto progreso, el jueves reabrieron dos salas en el Sur de la provincia.
La familia Andrés, fundadora del tradicional cine Andrés y de otras salas en las que los sanrafaelinos vieron discurrir el séptimo arte del mundo entero, bautizaron Amelix a las salas recuperadas, homenajeando en su nombre combinado a los abuelos Amelia y Félix.
Esta vez, la sensación fue otra; podría decirse que fue como volver a sumergirse en el álbum familiar y reencontrarnos con la foto de uno mismo: pantalones cortos, peinado con raya al costado, zapatos bien lustrados; listos, siempre listos para ir a esa matiné que prometía toda una tarde de aventuras y diversión. Y ahí voy, precisamente, a mi propio flashback sin anteojos 3D, pororó en balde y sonido envolvente.
La primera película que recuerdo la vi en el antiguo cine de mi pueblo, General Roca (Córdoba), a principios de los ’70. Con los años, aquel cine Franz, como tantos otros, devino en salón de alquiler, y aquel pueblo, también como tantos otros,quedó anclado en vía muerta al desaparecer el tren. Hasta que años después, el oro verde de la soja le devolvería cierto esplendor perdido, tanto casi que con él reabrió su única y añorada sala cinematográfica.
Volviendo a la película, tengo la certeza de que se trataba de una industria argentina, en blanco y negro. El memorioso Google me dio las pistas que me faltaban para determinar que no era la típica para un espectador de mi edad: se trataba de El milagro de Ceferino Namuncurá, dirigida por un tal Máximo Berrondo. Lo que no se llevó el viento ni el olvido son aquellas duras imágenes que reflejaban las penurias del pobre Ceferino, el hijo de un cacique mapuche que al tiempo cayó en las redes del cristianismo.
Era, o en mi memoria lo codifiqué así, una historia bucólica y triste. La imagen que más me impactó del futuro santo pagano fue una en que un jovencísimo Ceferino, débil por una implacable tuberculosis, hacía sonar a duras penas una campana, mientras desfalleciente tosía y tosía y escupía sangre, mucha sangre.
No recuerdo mucho más, sólo que esa sensación única de estar a oscuras entre un puñado de vecinos, compañeros de colegio y actores hablando desde una enorme pantalla, fue para mí casi como haber estado una hora y media en la mismísima sala del Paradiso del pequeño Totó y el proyeccionista Alfredo o dentro de un cuento de los hermanos Grimm. Un cuento que, treinta años después, ya muy lejos de General Roca, ese pueblo con tanto del Giancaldo de Tornatore, mi hijo escucha a desgano mientras mira un DVD trucho de Transformers.

(En Diario UNO, 9 de julio de 2012)