Los tiempos que corren confinan a los niños a tener mucha vida puertas adentro y muy poca afuera.


Rápida lavada de cara, pantalón corto, zapatillas, un desayuno a las apuradas y de ahí a la calle en un pique corto. Cual comando, con los pibes de la cuadra se establecía la estrategia del día. El organigrama trazado verbalmente podía (o debía) incluir partido de fútbol en el campito contra los chicos de la otra manzana, competencia de figuritas tras ese santo grial que era la mítica “tarántula”, recorrida en bicicleta –nuestro modesto Dakarcito– por el basural que crecía cerca del barrio o escondidas multitudinarias (se sumaban hermanas, primas y vecinas) aprovechando la habitual mezquina luz de la calle.
El orden de los juegos no alteraba el disfrute. Variaba según cuántos éramos, el humor, el clima o las ganas. Una sola razón justificaba no salir a la calle: estar enfermos o, claro, tener que ir a la escuela. Fuera de las obligaciones –estudiar o hacer de mala gana los mandados–, todo transcurría puertas afuera de nuestras casas.
Hay que hablar en pasado no sólo porque uno haya superado largamente esa feliz etapa, sino también porque la actual generación no sabe de qué hablamos cuando decimos que “tener calle” era sinónimo de “tener experiencia en la vida”. Uno se curtía en la “escuela de la calle”. Esto, no sólo en el mundo de los adultos; los niños también veían en el afuera más atractivos que en el adentro. Por entonces, nada había más tentador, más atractivo que “salir a jugar”.
El imán era el exterior, siempre. Salvo para hacer los obligados deberes, el resto ocurría fuera de las paredes del hogar. La consigna materna era: “Volvés a tal hora, que no te tenga que ir a buscar”. Como era de esperar, nuestras abnegadas madres debían salir a buscarnos, a los gritos o cinturón en mano. Volvernos al redil no era tarea fácil.
La película cambió con los años por dos razones muy poderosas: la inseguridad y la tecnología que desarrolló esos juegos que atornillan a los niños bajo su poderoso influjo. Ahora, ellos juegan prescindiendo del aire libre y hasta de los amigos. Bolitas, fútbol, escondida, mancha, payana, bicicleta y patines han sido arteramente derrotados por la Play, la Wii, la PC, Facebook y demás opciones que ofrecen estos tiempos 2.0. Las pocas alternativas off encierro son los parques y las plazas donde, por suerte, algunos niños urbanos son llevados a respirar un poco de aire puro y a desentumecerse. Por lo menos ven de cerca la naturaleza televisada que consumen en dibujitos y películas pero tan pocas veces en la “vida real”.
Para los especialistas, en general, los niños de hoy son temerosos y más vulnerables. Suelen ser fóbicos porque están muy vigilados a raíz de la cotidiana inseguridad, y esto los angustia y alimenta sus temores. A nuestros 15 cruzábamos la ciudad solos para ir a un cumpleaños y no hacía falta padres que nos llevaran y fueran a buscar con celo de cancerberos. Hoy, aunque tengan 20, con nuestros hijos hay que montar todo un dispositivo para ir a buscarlos a una fiesta o que no esperen solos en una parada a oscuras o pagarles un taxi para que no vuelvan a una hora en que son aún más pasibles de ser asaltados. Si bien el miedo de ellos y el nuestro se unen, el desafío es romper esa barrera y tratar de que no pierdan contacto con los demás, que no se aíslen y desarrollen fobias que les compliquen la vida escolar y los vínculos sociales. Transmitirles la noción del peligro, la autoprotección, no el miedo, aunque vivamos rodeados de rejas, dobles llaves y alarmas.
La triste contracara de la “Generación Play” son los niños que no tienen, sino que viven en la calle, que no les queda otra opción que deambular y crecer, a los golpes, fuera de su casa. No es esa la calle que a muchos nos gustaría recuperar para los chicos. Es la de compartir una infancia segura, solidaria y creativa bajo la amorosa y atenta mirada de los adultos.

(En Diario UNO, 27 de febrero de 2012)
Egar, el mayor de los siete hermanos Murillo, es un artista múltiple e incansable. Su campo de vuelo incluye tanto la pintura como el grabado y el dibujo. Pero también hay aire para la escritura, territorio donde dejó marca escribiendo las letras de la mítica banda punk Kinder Videla Mengüele. Es más, un libro del (multi) poeta Fernando Pessoa fue el que lo introdujo, ya sin retorno, al mundo del arte.
Ha participado en más de 60 muestras colectivas en distintos salones provinciales y nacionales. Como “solista” ha realizado 13 exposiciones en museos y centros culturales de Argentina y Estados Unidos. Entre las numerosas distinciones que ha recibido se cuentan la Beca estímulo de la Fundación Antorchas y la Beca Fundación Proa (taller dirigido por Guillermo Kuitka). Obras suyas se encuentran en colecciones de Europa y Estados Unidos.
Las figuras de espaldas y el cuerpo como un campo de permanente experimentación, siempre con un fuerte contenido social como marco de referencia, son algunas de las características más reconocibles y potentes de su notable trabajo plástico.
En su credo personal postula: “La pintura nace en el estómago, después de se va al corazón y finalmente al lienzo”.

(Guía Mendoza Turismo, 2006)

Desde hace años el gran guitarrista de la banda emblemática de los ’80, The Police, registra con igual pericia desde la trastienda de las giras hasta lo exótico del mundo asiático o el bajo fondo de las ciudades.

Hay artistas a los que su búsqueda estética los lleva a salirse de la quintita donde más se destacan para probarse en terrenos menos seguros pero igualmente excitantes. A la vista están los ejemplos de Fito Páez dirigiendo películas (la recién estrenada ¿De quién es el portaligas?), Madonna escribiendo libros infantiles, Iván Noble actuando en las películas de Raúl Perrone o el rolling stone Ron Wood pintando y exponiendo en las grandes ligas.
A este heterogéneo lote se suma el guitarrista de The Police, Andy Summers (65), cuya faceta de fotógrafo si bien quedó eclipsada por el éxito de la banda liderada por Sting pudo crecer paralelamente sin el vértigo ni la exposición que sí demanda el mundo de la música.

Pasión bajo cuerdas
Andrew James Somers (tal su verdadero nombre), inglés de Lancashire, fue desarrollando su pasión amateur por la fotografía paralelamente a sus proyectos musicales con Zoot Money’s Big Roll Band, Soft Machine, The New Animals hasta llegar a The Police, grupo emblemático de los ’80 que tras dos décadas de separación volvió este año a los escenarios y con quienes desembarcará en diciembre en la Argentina.
En su página web (www.andysummers.com), la fotografía del guitarrista ocupa un espacio muy significativo. Allí, la sucesión de clics –siempre en blanco y negro– está dividida en las categorías Beaux Arts, City Like This, Asia, Throb, y The Police.
Hasta el momento, su producción está documentada en los libros I’ll Be Watching You: Incide The Police (1980-1983), donde registra la trastienda de los tours de la megabanda; y Throb, en el que además de sondear en la vida en la ruta de los creadores de Roxanne incluye imágenes cotidianas pero no exentas de cierta poesía visual.
En ambas publicaciones no sólo resalta la capacidad técnica de Summers sino también su talento para captar como pocos el espíritu de lo que significó el fenómeno Police. Algunos críticos gustan definir este trabajo como un punto intermedio entre el periodismo gráfico y el diario ilustrado. Vale decir que el ojo capturó mucho más que la previsible trilogía de “sexo, droga y rock & roll”. Paisajes no previsibles, naturalezas muertas, objetos, desnudos no convencionales, instrumentos e insólitos lugares integran el álbum del siempre exquisito Andy.

Mirada va
Parte de sus obras integraron una muestra que giró por galerías de Nueva York, Tokio, París, Ámsterdam y Londres, posibilitando conocer a un Summers que primero los emocionó con la guitarra de Every Breath You Take y después los sorprendió con sus fotos.
Así, mientras sigue desarrollando una carrera solista dentro de la música instrumental contemporánea (editando una veintena de discos; varios de ellos bandas sonoras), con su cámara captura desde las comunidades rurales del sudeste asiático hasta escenas callejeras en los suburbios de las grandes capitales.
Summers, quien a esta altura de sus laureles musicales ya forma parte del Guitar Player Hall of Fame y del Rock & Roll Hall of Fame, no es el único del mundillo del rock que desarrolló la pasión por la fotografía; Patti Smith, Perry Farrel, Lou Reed y Lenny Kravitz también intentan captar ese impredecible instante de eternidad aunque no obtengan el aplauso instantáneo que siempre puede garantizar, por caso, una buena canción.

(En suplemento Señales, Diario UNO, 7 octubre de 2007)

A esta altura, nadie podría poner en duda la condición de clásico de El Eternauta, la historieta argentina de ciencia ficción creada en 1957 por Héctor Oesterheld y dibujada por el maestro Francisco Solano López. Una prueba de su vigencia es que a más de 50 años de su publicación suma nuevos –y apasionados– lectores, a la par que abre paso a relecturas desde otros géneros que no hacen más que descubrir puertas donde sólo creíamos ver una pared.
Este es el caso de Los Ellos, el disco homenaje a El Eternauta, proyectado y editado por el sello de La Plata Concepto Cero. Dieciocho bandas y catorce artistas visuales crearon especialmente para este tributo canciones e ilustraciones que a su modo reconstruyen el complejo imaginario de Oesterheld. En ellas no faltan la nieve imparable, los extraterrestres, la cancha de River, la ventana testigo y, por supuesto, el líder Juan Salvo, ese improbable pasajero en el bondi del Capitán Beto.
Los Ellos son los invasores, el odio cósmico dispuesto a acabar con la tierra y lo que hay en ella. Pero también son, a la manera de un transformer industria nacional, todo aquello que la imaginación de estas bandas y estos dibujantes se permitieron. “Tal vez los Ellos son nosotros y la lección es resistir”, cantan-cavilan Cristian Aldana y Diego Boris en el último tema. Seguro, la lección es resistir. Siempre.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 18 de febrero de 2012)
En la era del 3D, un filme como El artista, mudo y en blanco y negro, se disfruta como un cuento de la abuela.

Que levante la mano el que no se sienta víctima del síndrome de la vidriera llena. Esa abrumadora sensación en la que tanta oferta de ciertas cosas provoca una reacción de angustia, de necesidad de escape.
Pasa en ámbitos más que cotidianos, desde ir al supermercado, donde la variedad de productos lleva a pensar que la decisión que tomemos será lo más parecido a un movimiento de ajedrecista.
Pasa en un shopping, donde en el mismo campo visual conviven cual biblias y calefones, camisas
y lentes, zapatillas y televisores, mallas y perfumes, más esa horda de gente que se cruza en nuestro camino como extras de la película 300.
Pasa en la playa, a la que supuestamente fuimos a descansar, y donde para ver el mar hay que pedir permiso. Lo mismo para comer. E ídem para ir al teatro o tomar un helado.
Pasa en las librerías, las cuales en vistas de la notable producción de libros que exhiben desmontarían, para felicidad de Umberto Eco, la teoría de lo poco que se lee.
Y pasa, sobre todo ahí, en la babélica internet. Con un modesto clic, millones de páginas se nos imponen en la pantalla al buscar un dato, una nota, una foto. La web es como un plato lleno de bombones del que sólo hay que elegir uno aunque quisiéramos comernos todos.
Valga este introito como puerta de ingreso a la sensación contraria. ¿El antídoto? Ver una película como El artista, que nos devuelve al origen, a esos tiempos en que los efectos especiales no eran ni de cerca más importantes que la historia que se contaba o que las actuaciones que la echaban a andar. Hoy, que el 3D es un imán tecnológico difícil de esquivar y cada vez más filmes apelan a él para renovar el público, El artista se anima –en realidad su osado director, Michel Hazanavicius– a contar una historia en blanco y negro y ¡muda! Apenas unos diálogos escritos, como en la gloriosa era del cine mudo, bastan para completar la vida de George Valentin, un famosísimo actor del cine mudo que entra en decadencia con la irrupción de las películas habladas. En esa visagra de su vida y su carrera, conoce la carismática extra Peppy Miller, quien devendrá actriz exitosa, la contracara sonora del lacónico George. Como telón de fondo, Cupido intenta hacer lo suyo, no siempre con éxito.
Minutos antes, los trailers (o colillas, si prefieren) mostraban filmes “O km” donde, entre tanta explosión, disparos y persecuciones en autos cuasi supersónicos, era bastante difícil memorizar el nombre o la cara de un actor, por más actividad en Hollywood que acreditara su foja de servicios.
El artista cuenta una historia simple, y eso se agradece. Como también se agradece, en tren de volver a las cosas sin tanto embeleco ni tuneo, la tarea que hacen los abuelos cuentacuentos. Sí, acá en Mendoza, República Argentina. Ellos desembarcan en las escuelas con el “había una vez” como llave y presentación para que los chicos reediten la mágica experiencia de escuchar un cuento de boca de un abuelo o una abuela, práctica que lamentablemente se va perdiendo como tantas cosas que la modernidad se echa al buche sin cargo de conciencia.
¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Mucho y nada. Lo principal, lo esencial, el poder indestructible de una buena historia y el cómo contarla: directa, sin artificios ni golpes bajos, con humor y sutileza.
Con todos esos ingredientes, difícilmente alguien se sienta fuera del “cuentito”. Aunque no sea su propósito, El artista es un guiño de alerta, la vereda de enfrente del exceso, de la falta de ideas.
Después de ver esa película o escuchar a los abu-contadores, la vidriera parece menos llena. Cierta tregua visual y sonora sobreviene y el mundo parece, por un rato al menos, un territorio un poco más amable. Se dirá que son lo más parecido a un placebo, pero qué importa si ese niño que todos llevamos dentro vuelve a dormirse acunado por un dulce “colorín colorado”.

(En Diario UNO, 20 de febrero de 2012)

“¿Me van a amar siempre así? ¿Incluso después de que me muera?”

(Luis A. Spinetta. 23 de agosto de 2004, teatro Rex de Mendoza)



Ahora, recién ahora, entiendo a los que en su momento lloraban a Lennon como se llora a un padre o un hermano. Es la misma sensación de añoranza que siento en estos momentos en los que me cuesta separar el periodista del admirador incondicional de Luis Alberto Spinetta. Confieso que soy de los tantos que entraron al maravilloso mundo de la poesía de su mano. Era un adolescente cuando leía en las revistas de rock entrevistas al Flaco en las que nombraba a poetas como Rimbaud, Whitman, Artaud, Castaneda y otros. Y, como obediente aprendiz, corría a la biblioteca de mi barrio (la Ricardo Rojas) a buscar esas pistas con la misma voracidad con que el capitán Ahab perseguía a Moby Dick.
A la par, sus letras me abrían las puertas de la percepción. Me recordaban que un guerrero no detiene jamás su marcha. Que si uno no canta lo que siente, se muere por dentro. Me invitaban a un viaje imprevisible. Un periplo poético que siempre tenía a la belleza como nave nodriza. Fue así como un día me tocó hacer escala en la estación del fan pidiéndole un autógrafo (el único que he pedido en mi vida y que aún conservo) en el viejo auditorio Galli, cuando llegaba a Mendoza con su banda Jade a presentar Los niños que escriben en el cielo. Y años después, ya como periodista, a entrevistarlo para este diario.
“Así como los libros no se terminan de cerrar nunca para que los podamos volver a leer, las ideas aparecen como retoños de una rama nutrida por todo, por la lectura y por la vida en sí. La mirada atónita no decae nunca. La naturaleza es fascinante”, me dijo en esa charla, destilando su fascinante visión de la vida y las cosas.
En medio, entre estación y estación, degusté sus discos como si fuera el último vino sobre la tierra. Cada concierto en Mendoza era una cita impostergable, una misa pagana para que el cuerpo y el alma comulgaran con su música y sus letras.
Al Flaco le debo mi educación sentimental, el haberme enseñado a atravesar el bosque de la palabra y a no tentarme con la primera manzana. A darle luz al instante.
Soy también de los que aprendió a tocar “la criolla” para desafinar con pasión Ella también, Barro tal vez, Muchacha, Los libros de la buena memoria y Rutas argentinas, entre tantas. Hoy escucho a mi hijo –versión eléctrica de aquel adolescente introvertido– smergirse en los punteos de Post-crucifixión o de Las habladurías del mundo, o posteando en Facebook algunos de sus temas y siento que cruzamos el mismo puente, que nos une una misma sensibilidad, más allá de la sangre y los gustos propios de cada edad.
En estos momentos en que la noticia de su muerte invade las redes sociales y que de una forma u otra somos tantos los que nos queremos despedir de Luis, me tomo la licencia poética de pensar que “entre los libros de la buena memoria/ se queda oyendo como un ciego frente al mar/. Mi voz le llegará…”.

(En suplemento Escenario Homenaje a Luis Alberto Spinetta, 9 de febrero de 2012)
En tiempos en que los mediáticos, esos mediocres personajes que copan la pantalla a toda hora, ganan una fama inversamente proporcional a su talento, en silencio y lejos de las luces irrumpen aquellos que son su bienvenida contracara. Lógicamente, no tienen prensa ni la buscan. No les importa. Lo suyo es el bajo perfil, casi el anonimato. Van a los hechos, no a su puesta en escena. Un ejemplo de esto, y por suerte no el único, es el de los creadores del Centro Amigos del Discapacitado Motor (CADIM). Desde hace casi 14 años, esta organización social viene trabajando activamente con jóvenes y adultos que padecen discapacidad motora o parálisis cerebral. En la edición de hoy, nuestra Página Solidaria da testimonio de una labor incansable que, como en casos similares, arrancó con la necesidad y el entusiasmo de los padres, el compromiso de un puñado de profesores y de particulares sensibles a estas causas que rara vez encuentran eco en los medios de difusión. Con más ganas y energía que dinero sonante, los impulsores de CADIM pusieron en el centro de sus prioridades generar un espacio para que chicos y grandes pudieran seguir estudiando. Hoy, además de ofrecer talleres de música artesanía, gastronomía y fonoaudiología, cuentan con un plantel de profesionales de distintas disciplinas y hasta con consultorio odontológico. Para que este tren no se detenga, esta ONG rema el día a día con el aporte solidario de la comunidad y campañas propias, nunca con subsidios o dádivas políticas. Difundir su incansable trabajo, pensamos, es una de las tantas formas para que aquellos que siempre están atentos a dar una mano sepan dónde y cómo ofrecerla. Según testimonia su coordinador general Fernando Alin, nada de esto se podría haber logrado sin el apoyo de tantas personas de las cuales difícilmente trascienda su nombre, pero que están presentes en cada logro de esta institución. Son esos mismos que caminan por la vereda de enfrente de los mediáticos. Los que ayudan a no generalizar y decir que este país no tiene solución. Los necesarios.

(Editorial Diario UNO, 6 de febrero de 2012)
El caso del ferretero que mató a dos ladrones nos revela dos caras, según seamos víctimas o meros espectadores.

Los aplausos de un grupo de vecinos de Las Heras cuando la policía retiraba el cadáver de uno de los ladrones sintetizan en buena medida el concepto de justicia del ciudadano común. Algo así como, “si la policía no puede, tendremos que ser nosotros los que nos ocupemos”. En ese eterno Boca-River de la gente versus los chorros, muchos sienten que se trata de “ellos o nosotros”.
Un rato antes, el ferretero del barrio, harto de los robos y la impunidad de los delincuentes, había disparado contra dos de ellos. A uno lo mató en el acto y al otro lo hirió en el tórax. Aunque este alcanzó a escapar, murió en el hospital Carrillo, hasta donde lo había llevado un tercer cómplice del frustrado asalto.
Hugo Correa, quien desde el viernes pasado carga el sayo de “justiciero”, es un trabajador de 60 años que ya había sido víctima de varios robos y que hoy está con detención domiciliaria. En su caso, contaba con un arma legal y sabía cómo usarla por ser un antiguo socio del Tiro Federal.
Es decir, tuvo elementos –su Bersa 40 y su experiencia– como para defenderse en un momento límite, dado que ellos también iban armados e incluso un tiro de una 9 milímetros no impactó de milagro en el comerciante lasherino.
En cambio, en la mayoría de los constantes hechos de inseguridad que vivimos los mendocinos rara vez hay posibilidades de defenderse.
No basta estar rodeados de rejas, colocar las alarmas más sofisticadas ni son suficientes
las trabas ni los candados ni los más variados métodos caseros para resguardarse de los astutos delincuentes.
Como ocurre en situaciones similares a la vivida por el ferretero, las aguas se dividen y la polémica se desata más rápido que lo que tarda en entrar y salir de la comisaría un menor. Entonces surgen las voces que cuestionan la justicia por mano propia, se habla livianamente de gatillo fácil y alguien nos recuerda que “la ley de la selva” no es una opción válida para una sociedad organizada. Totalmente de acuerdo, pero también es cierto que la sensación de desprotección no reconoce clases sociales, edades ni ubicación geográfica.
Me animo a decir que desde hace años la mayoría tenemos incorporada una serie de rituales de autoprotección para evitar terminar en la sección de Policiales, ya como víctimas, ya como “justicieros”. Y así y todo, no bastan. Como no basta la cantidad de policías, a pesar de que el ministro Carlos Aranda asegura que en la última gestión se pasó de 7.000 a 9.500 efectivos, ni tampoco alcanzan las bienvenidas cámaras de seguridad ni los móviles patrullando las calles.
No voy a descubrir el agujero del mate repitiendo que estamos ante un problema mucho más profundo, social y cultural, pero ante todo político. Sincerémonos, al vecino de acá o allá poco le importa si el pibe de 15 años que le pone una pistola en la cabeza a su hijo viene de una familia sin recursos que no lo pudo enviar a la escuela o no lo supo guiar en la vida. En situaciones menos violentas, tal vez se intente entender el problema de fondo, pero cuando se ha sistematizado de tal manera la delincuencia, no. Y ahí es donde a muchos les sale su ferretero justiciero. “No querés terminar mal, no te metás conmigo”, sería el claro mensaje.
Aunque no nos guste, este caso muestra lo que somos como sociedad. Cuando no nos tocan, lo vemos como una noticia más en el diario, algo que le pasa “a los otros”. Ahora, si las víctimas somos nosotros, ahí sí que se nos despierta el león dormido. Quiero decir, en teoría todos estamos contra la justicia por mano propia, hasta que, claro, nos toca el turno. Por eso es tan fácil ponerse en una tribuna u otra de la polémica, según qué situación de inseguridad hayamos vivido.
No aplaudo a los que aplaudieron el paso del cadáver, pero creo entender la impotencia de esos vecinos que, en un punto, representan a miles de mendocinos que están hartos de vivir con miedo. Estamos.

(En Diario UNO, 6 de febrero de 2012)
Siempre fue fácil morir. Pero ahora con las redes sociales, especialmente vía twitter, ese milenario hábito de dejar de respirar se puede lograr en segundos y sin la incomodidad de dejar físicamente este mundo. No pocas historias en el cine y la literatura le han echado mano a esa morbosa curiosidad de querer saber cómo reaccionarían los demás ante la propia muerte. Quién te llora y quién no, quién habla bien o mal o te ignora violentamente, son interrogantes que, en parte, son factibles de constatar sin necesidad de irse al otro mundo. Ya no hace falta apelar a las herramientas de la ficción para sondear cómo será la puesta en escena de nuestra muerte. Hoy, vean qué fácil, alcanza con lanzar al ciberespacio que murió éste o aquél e inmediatamente se desatará lo previsible: la súbita publicación en los medios on line y, a la par, la más amplia cadena de reacciones ante la contundencia de la mala noticia. Pasó con Cerati, con Pipo Cipollati, con Susana y con la hermana Bernarda y con Fidel y con Chávez y… Pasó. ¿Filtros? ¿Chequeo de fuentes? ¿Espera prudencial para reproducir la noticia? Naah, eso sería hacer periodismo. Tampoco pidamos tanto. Ya lo dijo el filósofo contemporáneo Indio Solari: "Vivir sólo cuesta vida".

(Inédito, agosto 2011)

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