El miércoles publicamos como título principal de UNO que la carne subiría hasta el 10%, tanto en las carnicerías de barrio como en los supermercados. Se aclaraba allí que, según las razones argumentadas por los principales abasteros de la provincia, este alza se debe en gran medida a la quita de subsidios y al aumento de ingresos brutos. Esto motivó la airada reacción del ministro de Hacienda, Ricardo Costa, quien lanzó: “Están tratando de justificar un aumento de la carne aduciendo que se debe a la suba en Ingresos Brutos y a la quita de subsidios cuando la incidencia total no llegaría al 1%. Hay mucha especulación”. La munición gruesa no quedó allí, pues al funcionario agregó: “Esta gente está acostumbrada a vivir del subsidio y ahora cuando se le pide un aporte de su rentabilidad va por lo más fácil, que es trasladar a los precios”. Lógicamente, el abastero José De Carolis recogió el guante: “Ese 1% que dicen, es una mentira, pues hay que sumar los mayores costos en energía, gasoil y gas, además de las subas salariales. Ese porcentaje –del 5% al 10%– es sólo el piso de las subas, el techo no lo sabemos”. Lo cierto es que la “profecía” de De Carolis, quien había vaticinado que el asado podría llegar a $50, se cumplió este fin de semana. Según un recorrido realizado por este diario, las pizarras de las carnicerías de algunos supermercados ya muestran claramente que los cortes de primera alcanzaron –y hasta superaron en algunos casos– los $50. También es cierto que el asado se puede conseguir pagando entre $38 y $43, siempre y cuando se trate de cortes de menor calidad. Más allá de los argumentos que puedan esgrimir el ministro y el abastero, lo cierto es que las pizarras no mienten y los números siguen su carrera ascendente. Pero como suele pasar en estos casos, la culpa la tiene el mensajero. Bajo la lupa oficial, dar la noticia de que determinados productos van a aumentar significa alentar la inflación, como si el medio que lo difunde traccionara directamente en quienes marcan o remarcan un producto en las góndolas. En definitiva, es la demanda la que puede poner un poco de racionalidad al desajuste de los precios, sean de la carne o de cualquier otro producto.

(Editorial Diario UNO, 23 de enero de 2012)
El Congreso marcó varios récords en 2011. Uno ellos certifica que 80 diputados no abrieron la boca.

Q
ue la palabra va perdiendo valor, peso específico, ya no es novedad ni noticia de tapa. Tanto, que parece que a los diputados y senadores nacionales no les hace falta para cumplir como corresponde su función en el Congreso. Según la publicación Parlamentario.com, suerte de testigo y fiscal de lo que pasa en la gran Casa de las Leyes, durante el año pasado sólo en la Cámara Baja hubo 80 legisladores que no dijeron ni mu. Ochenta de 257. En el 2010 habían sido 43 los silenciosos, cifra que en el 2011 casi se duplicó.
Es cierto, fue un año legislativamente paupérrimo, con varios ítems en rojo: menos sesiones, menos reuniones, menos trabajo en comisiones, menos leyes aprobadas. La explicación suele ser simple –aunque no convincente–: se trató de un año electoral y todos sabemos lo que significa; sí, destinar tiempo, mucho tiempo, al rosquerío, al armado de listas, a la estrategia cuasi Gran Hermano para garantizarse cuatro años más, aquí o allá.
Entre esos 80 lacónicos hubo tres mendocinos que emularon al fiel Bernardo de El Zorro: el radical Sergio Pinto y los peronistas Guillermo Pereyra y Omar Félix. ¿Entonces, qué hicieron todo ese tiempo?, preguntará con razón el lector. Y, se le dirá que trabajaron en comisiones, que participaron en reuniones interminables discutiendo los proyectos más importantes, que cada uno estudió el tema en cuestión. Se le dirá. Lo cierto es que en el recinto esos ochenta se limitaron a levantar la mano como lo ordena la (indiscutible) disciplina partidaria.
El Parlamentario, que también reconoce a fin de año a aquellos legisladores que se destacaron por cantidad de proyectos presentados, asistencia, participación activa en las sesiones, etcétera, encuadra todos estos aspectos en un “Índice de Calidad Legislativa”. Este es el mismo que, en base a los registros taquigráficos, lleva un conteo de las palabras textuales de cada representante del pueblo y el que determinó que a lo largo del 2011 se emitieron 432.180 palabras contra 1.070.213 que se dijeron en el 2010.
Hay casos más llamativos que los del trío mendocino: a Evaristo Rodríguez y al santiagueño José Alberto Herrera no se les escuchó la voz –al menos en el recinto– durante los cuatros años de su gestión. Menos mal, piensa uno, que no cobran por palabra, sino hubieran partido más pobres que cuando entraron. No es el caso, claro.
En una extraña frontera estuvieron cinco políticos que verbalizaron menos de diez palabras. Por ejemplo, Verónica Benas utilizó apenas un puñado para hacer la aclaración de que había votado por la afirmativa. En tanto, Heriberto Martínez Oddone sostuvo “mi voto también fue afirmativo”, y al agregar “señor presidente” sumó “caracteres” y zafó del escarnio.
Palabras más, palabras menos, lo que pone en evidencia el mutismo de tantos legisladores es una cierta ostentación –tal vez involuntaria– de que se puede prescindir del debate. Porque para eso tiene que servir la palabra en esa caja de resonancia que es el Congreso. Por eso se lo denomina Parlamento (una de sus acepciones es, precisamente, “conversación o diálogo para llegar a un acuerdo o solucionar un asunto”).
El valor de la palabra está, especialmente allí, en su esencia misma: facilitar la comunicación, tender los puentes para que el ida y vuelta canalice más y mejores ideas y estas se traduzcan en leyes que mejoren la vida de todos. No es anecdótico ese silencio que registra la publicación parlamentaria, justamente en un país que ha padecido largos y dolorosos años en los que la palabra fue considerada tan subversiva como sus portadores.
Hace unos días algunos nos asombrábamos al leer que, según un estudio de la academia española de la lengua, los jóvenes utilizan no más de 240 palabras para hablar. Más, muchas más que un diputado de la Nación.

(En Diario UNO, 23 de enero de 2012)
De Chile, pródiga tierra de poetas, salió tal vez su mayor narrador, Roberto Bolaño (1953-2003). Sin embargo, autor de poderosas novelas como Los detectives salvajes y 2666, también fue poeta y no siempre a la sombra de su prosa. Es más, decía sentirse más poeta que narrador. Su poesía, no obstante, no logró el mismo impacto en los lectores, a pesar de transitar un estilo narrativo antes que lírico.
Publicado tras su muerte, La universidad desconocida reúne toda su producción poética, en un minucioso trabajo que arranca a mediados de los ‘80 recopilando lo escrito desde 1977, año en que se instala en España. Ante una muerte que avizoraba inevitable, terminó de revisitar, corregir y fechar todo el material, hasta dejarlo listo para cuando llegara su momento.
Los perros románticos tal vez sea su poemario más redondo. El resto son destellos de su indiscutible talento, pero nunca alcanzan la contundencia de los cuentos de Estrella distante, Llamadas telefónicas o El gaucho insufrible. “La muerte es un automóvil con dos o tres amigos lejanos”, avisó alguna vez. Ahí va.

(En suplemento Escenario, 14 de enero de 2012)

En los on line o en el papel, los lectores siguen a gusto su hoja de ruta. Seguirlos a ellos no es tarea fácil.


Si hay algo bueno que posibilita la atiborrada vidriera virtual de los medios digitales es esa suerte de democracia en la organización de la lectura que permite armarse el propio diario de Irigoyen.
Con un simple clic podemos optar sólo por las buenas noticias y obviar las malas o aquellas que nos van a borrar esa sonrisa con la que arrancamos la mañana. Una tecla basta para ingresar –y leer– únicamente aquellas notas que nos interesan o nos llaman la atención. Hacemos en forma natural nuestro propio ranking de las más interesantes, en función del gusto, la subjetividad y hasta la mera curiosidad. Algo así como esos libros de “Elige tu propia aventura”, donde es factible darle a la historia el final que uno quiere, no el que impone el autor. Suena tentadora tanta libertad, tanta navegación sin hoja de ruta.
La sección de las notas más leídas dan pistas de lo que más le “interesa” a un lector de un digital. Y es ahí donde los periodistas, sobre todo los “del papel”, entramos en conflicto planteándonos si no estaremos pateando al arco equivocado con los temas trabajados.
Pruebas al canto: entre las más vistas en los on line de un día cualquiera figuran: “Es furor un teleconsolador que permite tener sexo a través de la web”, “Calendario sin censura”, “Cinthia Fernández en una producción hot”, “Detienen a la mujer que pagó para que violaran a su nuera”, “Entró un travesti a GH pero ya abandonó la casa”, “Hazel Jones, la joven británica que se hizo famosa por poseer dos vaginas”, “Una muerte que se pudo evitar en la ruta: impactante video casero”.
Como verán, mucha carne, mucho sexo, y nada de política, trabajo esclavo, trata de personas, personajes solidarios, descubrimientos científicos, historias de vida.
Está claro, no es que el resto de las informaciones que publican los diarios digitales no sean leídas o no interesen, pero dada la posibilidad técnica con que cuentan estos medios pueden contabilizar claramente cuántos ingresan a leer una nota y hasta cuánto tiempo permanecen en ella. Lo cual condiciona bastante el menú que se va a ofrecer porque, claro, nunca pueden faltar esos condimentos que son el anzuelo para captar a los “carnívoros” de cada día.
Se podrá decir que el lector de medios gráficos también puede irse a la página o al tema que le interesa y prescindir del resto, pero todos los estudios y focus group aseguran que su hoja de ruta es bastante organizada, por decirlo de algún modo. Está el que se va derecho al suplemento deportivo como aquellos que empiezan por Policiales y luego siguen por los temas políticos y de Sociedad. Implica cierta selección, no como en los digitales donde con sólo ingresar al sitio ya la pantalla tienta con una serie de temas e imágenes lo suficientemente llamativos y con títulos ingeniosos difíciles de esquivar. Uno ingresa al portal con la idea de leer el último cruce entre los gordos de la CGT y en el camino se “distrae” con la enésima pelea de Pachano y la Alfano. Aunque esa última disputa no le interesa en lo más mínimo, cae en la red una vez más.
Mientras los diarios digitales tienen una respuesta inmediata a través de los foristas que opinan, critican o polemizan (rara vez con ideas y tacto), en el papel esa respuesta es más difusa, más extemporánea. En los primeros, la capacidad de reacción, de cambio de rumbo, es muy veloz. En el papel, en cambio, habrá que esperar como mínimo hasta el otro día.
Más allá de las diferencias y las singularidades de cada formato, lo que los une –o debería– es no perder de vista que sin el lector ninguno de los dos tendría razón de ser.
Él es quien tiene días en que reclama las noticias más crudas, bien investigadas y trabajadas, y otros en que se conforma con los goles de Messi, las lolas de Silvina Luna y los mellizos que nacieron con años de diferencia.
Por si no lo sabían, los periodistas también somos lectores. Y también tenemos esos días.

(En Diario UNO, 16 de enero de 2012)

Testigo fiel de una época, en lo personal y lo profesional, arañando el olvido el caset cumple 50 años.

P
ara muchos, que el caset (o cassette, o casete, como gusten) cumpla cincuenta años tal vez les suene como un simpático aniversario más, un número redondo que amerita el previsible recordatorio. En cambio, para los que comenzamos en este oficio grabando nuestros primeros reportajes en casets tiene un sabor distinto, en gran medida porque la banda de sonido de nuestra adolescencia tuvo como “soporte” ese pequeño rectángulo plástico con una cinta adentro.
El cassette (en francés, “caja pequeña”), que fue creado por Philips en 1962 y lanzado al mercado un año después, dejó oír su canto de cisne a fines de los ’80.
En ese antecesor del hoy ya casi superado CD, no sólo podíamos escuchar música como en los viejos vinilos sino también grabarla. Nos valíamos del sencillo rec para eternizar lo que emitían las primeras FM o, utilizando un precario sistema (dos fichas unidas por un cable) copiar en un TDK ese caset comprado en la disquería. Nacía la más simple forma de piratería que encontraría su apogeo en esta frenética era digital.
Esa forma de compilar música, tenía tanto de casero que hasta habíamos desarrollado un método bien argento, otra sutil variación del “lo atamo’ con alambre”. Por ejemplo, cuando se dañaba la cinta, bastaba con sacar cinco tornillitos, localizar el lugar donde se había cortado o enganchado, se recortaba con una hoja de afeitar el menor fragmento posible, luego se pegaban ambas puntas con cintex y los bordes sobrantes eran eliminados. Lógicamente, de ahí en más cada vez que escucháramos esa canción habría un molesto silencio producto del arreglo fatto in casa. El rebobinado manual, otra técnica artesanal, podía hacerse fácilmente con la Bic. Por su encaje perfecto, esa birome parecía haber sido concebida más para ese fin que para el de escribir.
A diferencia de los discos que escuchaban nuestros hermanos, que “sólo” permitían oír música, a nosotros el caset “virgen” nos abría con sus mágicos play y rec la posibilidad de grabar, además de las canciones, lo que quisiéramos: las desafinadas notas que recién aprendíamos en la viola, los programas de radio que queríamos volver a escuchar, las filosóficas charlas con amigos, las primeras palabras de un sobrino. De hecho, por ahí andan viejos casets con los balbuceos de mis hijos y sus deformes covers de Charly o Fito (piezas de museo que en caso de ser halladas por ellos serán, intuyo, inmediatamente destruidas).
Pasando al terreno profesional, la grabación en caset requería siempre de un par de tips claves: revisar que el grabador tuviera pilas –con carga–, que el caset rodara normalmente (lo más baratos solían frenarse, algo de lo que uno se percataba siempre tarde) y, sobre todo, que no contuviera un reportaje previo que fuéramos a grabar encima. Esto último era muy frecuente, y para tal burrada nunca había retorno. Dudo que haya colega de mi generación que no haya padecido el Síndrome del Caset que No Anduvo (SCNA). En lo particular, recuerdo, un reportaje a Norma Aleandro que debí reconstruir con apuntes, memoria e intuición ante el caset que se taró sin razón aparente.
Un gran salto a la modernidad lo constituyó en su momento el minigrabador con minicaset. A pesar de la indiscutible economía de espacio, no logró el arraigo del caset “mayor”. Al poco tiempo, llegaron los grabadores digitales y un nuevo mundo volvía a abrirse en materia de herramientas para este oficio. Dos puntas de un mismo lazo que pueden sintetizar el periplo tecnológico: aquella foto donde un jovencísimo Manuel de Paz interrogaba a un funcionario de gobierno con un grabador tamaño mesa de luz y una de los últimos días, donde una periodista en sus primeros pasos con un minúsculo MP3 capta los dichos de Paco Pérez. Por nostalgia, ínfulas de museólogo ad hoc o simplemente por afecto, aún atesoro gran número de casets. En ellos permanecen ecos de mi adolescencia, ídolos que dejaron de serlo, hijos soltando sus lenguas y ciertas voces que me niego a perder (Dolina, Fontanarrosa, Quino, etc).
Como esos libros que se releen al ser redescubiertos en una mudanza, también a los casets les llegará ese día. Grábenlo. Stop.

(En Diario UNO, 9 de enero de 2012)
La Presidenta y un prócer del rock luchan contra el cáncer. Una noticia que saca lo mejor y lo peor.

E
star “en la salud como en la enfermedad” es un compromiso que, si bien forma parte de tradicional del acuerdo matrimonial, bien puede aplicarse a cualquier relación o vínculo. En criollo, es estar en las buenas y en las malas, no borrarse, dar prueba de incondicionalidad, sobre todo cuando hay que salir a ponerle el cuerpo a lo negativo.
Por estos días, dos figuras muy reconocidas y de ámbitos bien diferenciados fueron noticia por padecer distintos tipos de cáncer. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien padece un carcinoma papilar, y uno de los emblemas del rock argentino, Luis Alberto Spinetta, que lucha contra un cáncer de pulmón. Al tomar estado público, las reacciones fueron contundentes; en su mayoría, de apoyo absoluto, de dejar constancia –especialmente a través de las redes sociales– de que alguien piensa en ellos y les dedica una oración, un momento de reflexión íntima o envía su generosa cuota de energía confiando en que ella o él se sientan un poco mejor, al menos más acompañados en su solitaria lucha.
Pero también están aquellos a los que el dolor ajeno no los conmueve y sacan lo peor de sí para lanzar munición gruesa, especialmente si el blanco móvil es la Presidenta.
Remedando aquel nefasto “Viva el cáncer” destinado a la entonces moribunda Eva Perón, no faltan quienes en su versión 2.0 canalizan a través de Twitter o Facebook su adhesión a aquella mítica frase. O se valen de la antinomia cada vez más sólida de “K versus antiK”, y desde la última trinchera disparan no ya una discusión política auténtica sino la barata chicana de café.
Más allá de las sanas diferencias ideológicas, es la figura presidencial la que queda en medio de ese innecesario fuego cruzado.
En el caso de Spinetta, la publicación de una foto captada por un paparazzi y publicada en la tapa de la revista Caras desató la polémica de si era válido sacarle una foto al músico sin que él lo supiera, para mostrarlo con los efectos lógicos de alquien que enfrenta tal enfermedad (más flaco que nunca, demacrado, con semblante triste). Desde su cuenta en Twitter, Dante, hijo del autor de Muchacha (ojos de papel), se descargó sin eufemismos: “Ponerle un paparazzi en la puerta para sacarle una foto a mi papá ke está muy enfermo es sádico”. Y volviendo a la carga, el integrante de Illya Kuryaki completó: “Una persona ke está luchando con una enfermedad tan terrible como el cáncer necesita privacidad”.
Ajenos –hasta donde pueden– a los amores u odios que despiertan, sólo la Presidenta y el histórico músico y poeta saben de la singular batalla que están librando para reponerse. Y aunque ese proceso siempre se vive en soledad, ni ella ni él son indiferentes a lo que movilizan en los demás, salvando las lógicas distancias de sus roles en la sociedad argentina.
Por lo que cada uno brinda desde su lugar, la conducción del país y la creación de una música personalísima, amerita que se
esté con ellos en la salud y en la enfermedad. Ni más ni menos.

(En Diario UNO, 2 de enero de 2012)
Por si no lo sabían, el fin de año no es sólo esa fecha en la que hay que comer como caníbales o beber como cosacos. También es el punto de inflexión, el alto en el camino propicio para balances, listas, repasos.
José Luis Pardo, histórico crítico literario de El País de Madrid, sostiene que “no hay cosa más tonta que una lista. No sólo por la parcialidad que se presupone (nadie leyó todos los libros del año). Las únicas listas justificadas –a pesar de su obscenidad– son las de ‘los más vendidos’…”.
Podría decirse a favor de esta costumbre de rescatar un puñado de títulos que a ciertos lectores les sirven de guía para no perderse en ese mar de páginas para el que nunca hay salvavidas suficientes.
Así que resistiendo la tentación de citar éste o aquel título, vaya como confesión de parte que tal tarea no será posible. Quien esto escribe, como también la mayoría de los colegas, no sólo lee las “novedades”.
Por lo general, los lectores, los buenos lectores, son caóticos, no tienen un plan de lectura. Uno puede leer un clásico que se debía, releer ese libro que lo marcó en la adolescencia, opinar sobre el inédito de un amigo o tentarse con “el último de”, pero no va todo el tiempo detrás de la tinta fresca.
Por lo tanto, en esta ocasión, este escriba se reserva el derecho de opinión. El trabajo sucio (o limpio) deberá hacerlo otro.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 31 de diciembre de 2011)

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