“Para observar la esencia de los relatos es necesario que el cuerpo propio del narrador se encuentre en el lugar de los hechos o en las cercanías. No se pueden realizar observaciones sobre una pantalla”. Esta definición, casi una sentencia, corresponde al escritor, crítico de arte y pintor John Berger, y forma parte de un memorable diálogo con otro maestro, Ryszard Kapuscinski, en Los cínicos no sirven para este oficio.
Si hay alguien, además de los citados, que hace un culto en eso de poner el cuerpo en un relato es Gay Talese (Nueva Jersey 1932), uno de los padres del otrora nuevo periodismo norteamericano. Desde los ’60 su firma es garantía de calidad en The New York Times, Esquire y The New Yorker, entre otros. Su imperdible Retratos y encuentros (Alfaguara) bien podría oficiar de “resumen de lo publicado”.
Estilista único, sus retratos -sean de famosos o de personas tan comunes como extraordinarias- marcaron una época y son piedra de toque para las plumas de hoy. Talese llevó a la non fiction (como Wolfe, Capote y Mailer) a la categoría de arte. Sus retratos de Hemingway, Fidel, Alí y en especial de Sinatra (su artículo Frank Sinatra está resfriado es considerado un clásico del género), confirman la teoría de Berger: Talese siempre está en lugar de los hechos. A veces como un afable interlocutor, otras como una impiadosa cámara oculta que no dejará huella por analizar.

(En suplemento Escenario, Diario UNO, 29 de octubre de 2011)
Hay cierta clase de libros que dejan una marca tal que, lejos de querer releerlos para reeditar aquella poderosa sensación de lectura apasionada, preferimos retener sólo el eco, el espíritu del primer impacto. Y lo hacemos, aunque cueste admitirlo, para evitar defraudarnos con un nuevo acercamiento, ya no inocente, más bien todo lo contrario. Algo así como atesorar la saudade de un amor adolescente antes que reencontrarnos con una mala copia de nuestros recuerdos.
Me pasó con varios libros (
Rayuela, Informe sobre ciegos, Cien años de soledad), pero también con uno que frente a los otros juega en el Nacional B literario: Mi planta de naranja-lima, el clásico autobiográfico de José Mauro de Vasconcelos (Brasil, 1920-1984).
En estos casos lo que cuenta no es la valoración en términos de calidad literaria sino el placer por la mera lectura. Hablo de disfrute, hablo, por qué no, de huella.
Este pequeño libro de no más de 181 páginas (en mi vieja edición de la editorial El Ateneo) fue publicado en 1968 y desde entonces las aventuras del entrañable Zezé no han dejado de sumar ediciones, traccionadas –y no casualmente- por ser parte de las lecturas obligatorias en colegios secundarios de varios países.
Traducido a 32 idiomas y con unas cuantas versiones para cine y tevé, Mi planta... tuvo su esperada segunda parte, Vamos a calentar el sol, editado en 1974. Si bien no logró el mismo impacto que la primera, se sostenía sin esfuerzo en la misma cuerda sensible.
Hoy, vueltas de la vida, también mi hijo es beneficiario de la “obligación” lectora. Y hasta me animaría a decir que su emoción, casi un calco de aquella de mis 14, confirma que Zezé lo logró otra vez.


(En suplemento Escenario, Diario UNO, 22 de octubre de 2011)
La metáfora es simple: tirarse a la pileta, es decir arriesgar. Recién después, como parte del causa & efecto, se verá si había agua o no. Pero no es eso lo más importante. Lo importante es (dar) el salto. En el arte, como en la vida, ese paso requiere de una generosa cuota de osadía que muy pocos están dispuestos a pagar. Porque, claro, esto también tiene un precio.
Ya sea por probarse en terrenos desconocidos, desafiarse en rubros afines o simplemente para ver qué sale de echarle mano a nuevas herramientas, innúmeros artistas en algún momento de sus trayectorias dan ese mentado salto. De esto puede dar cuenta la popular dibujante Maitena, quien “cansada del dibujo y de sí misma” hace cinco años se sumergió en la escritura de una novela, la recientemente editada Rumble. En sintonía, Hugh Laurie, el carismático protagonista de “Doctor House”, incursiona ahora en la música con su disco de blues Let them talk, tras haber recalado en la literatura con la novela debut El vendedor de armas.
Casi al azar, otros nombres para una lista interminable: Ernesto Sabato pintor, Fito Páez cineasta, Patti Smith fotógrafa, Julio Bocca productor, Jorge Drexler actor, Pedro Aznar poeta...
El punto en común en estos casos es la apelación a una misma palabra para justificar, como si ello fuera un gesto ineludible, el porqué de dar el salto, de probarse el traje de exploradores ad hoc cuando ya tenían ganada su merecida porción de tierra firme. Necesidad es esa palabra. Y el único combustible.



(En suplemento Escenario, Diario UNO, 1 de octubre de 2011)