Se sabe, hay tantos Maradonas como argentinos opinando con indisimulado fervor acerca de él. Por lo cual, cada uno de los 40 millones que pisamos este país (o los que seamos después de este último censo) tenemos sí o sí algo para decir sobre el Diego. Bueno o malo, positivo o negativo, triste o alegre, pero algo. Mal que le pese, el eterno Pelusa siempre es materia opinable. Su inalterable perfil polémico nos sigue dando pie tanto para la charla de café como para el más rabioso cruce mediático. Jamás para la indiferencia.
En esa suerte de caprichoso álbum familiar que nos une al 10 más 10 de todos los tiempos, seguramente todos guardamos con especial afecto una foto, una imagen única y personal que se recorta con claridad del resto.
La mía, ya cuasi daguerrotipo, tiene por telón de fondo el 21 de setiembre de 1980, cuando en plena adolescencia la llegada del Argentinos Juniors de Maradona me puso ante la disyuntiva borgeana de optar entre dos senderos que se bifurcaban inevitablemente: ir al esperadísimo picnic del Día de los estudiantes junto a mis compañeros o ir a ver a Diego Armando, que desembarcaba por primera vez en San Martín precedido por sus incipientes laureles deportivos. Apenas un año antes, el ex “cebollita” había obtenido su primer título internacional: nada menos que el Campeonato Mundial Juvenil en Japón, integrando aquella Selección Argentina donde brilló junto al riojano Ramón Díaz.
Las estadísticas dirán que en el Este se jugaría la tercera fecha del viejo y querido Campeonato Nacional. Argentinos, dirigido por Miguel Angel López, venía de ganarle 6 a 0 a San Lorenzo de Mar del Plata y el “Chacarero” de empatarle 2 a 2 a Huracán en el mismísimo Parque Patricios.
Conducido por el inefable Jorge Julio, San Martín formaba por entonces con Tamagnone, Lucero, Fernández, Meyer, Millán, Tello, Pezzatti, Logiacono, Moreschini, Muñiz y Olmos. (También estaban, entre otros, Ereros y Giusfredi).
En tanto que Argentinos salía a la cancha de Lavalle y Ruta 50 con Alles, Carrizo, Bealieu, Franceschini, Domenech, Vidal, García, Espíndola, Magallanes, Maradona y Pasculli.
El partido, bastante mediocre por cierto, por lo menos tuvo goles: terminó en un mezquino 1 a 1, con tantos de Rodolfo Pezzati para el León del Este y de Pasculli para los Bichos Colorados. Maradona no tuvo una gran tarde, sin embargo recuerdo como dato excluyente un tiro fortísimo que casi le parte un poste al sorprendido Tamagnone. La revancha en la Paternal fue 3 a 1 a favor de Argentinos, pero eso ya no viene al caso.
No había sido tal vez el partido soñado, con un Diego inspirado haciendo todo eso que le habíamos visto por televisión, pero yo me iba de la cancha con una extraña satisfacción, similar a la que sentí cuando escuché por primera vez en vivo a Luis Alberto Spinetta. ¿El picnic? Según el contundente reporte de mis compañeros, “bien, pero nada del otro mundo”. A mí, en cambio, me quedaba el particular gustito de haber ver en acción a alguien que, con el tiempo, sería calificado sin discusión “de otro mundo”.

(Publicado en Los Andes On Line, 30 de octubre de 2010)
A esta altura de la soireé, discutir el valor de internet sería de necios. Como todo, amigos, la clave está en el (buen) uso que se le dé. No es casualidad que en la última semana dos irreprochables pensadores hayan hecho hincapié en su importancia pero también en cómo aprovecharla correctamente.
Ante la inevitable y creciente presencia de la red de redes en nuestra vida, lo más sano, tal vez lo esencial, sea aprender a convivir con ella de la mejor manera.
En esa sintonía, tanto el semiólogo y escritor Umberto Eco como el sociólogo polaco Zygmunt Bauman ven en el ciberespacio un valioso caudal informativo pero también una presencia invasiva frente a la cual no se puede permanecer indiferente. Desde la trinchera del pensamiento, ellos dicen -opinión más, visión menos- que estamos ante una herramienta maravillosa que hay que tomar con pinzas.
Eco considera a internet como “una memoria sin filtro, donde no se distingue el error de la verdad”. Por esa razón, el italiano propone que a las nuevas generaciones, los bien llamados nativos digitales, se les enseñe “el arte del filtro”; es decir, las técnicas elementales para capitalizar los datos fiables y no comprar gato por liebre.
El autor de “El nombre de la rosa” plantea que los estudiantes que naturalmente buscan información en la web al menos deberían tomarse el trabajo de chequear, seleccionar y comparar hasta dar con las respuestas correctas que justifiquen su pesquisa virtual.
El octogenario Bauman, quien considera que ante la modernidad no se puede retroceder, ve en las redes sociales maravillosas “compuertas” hacia un mundo de mayores opciones. “El cambio es constante. Hay que aprender lo nuevo y olvidar lo anterior a una velocidad sorprendente”, reconoce el creador de “Tiempos líquidos”. Para el famoso académico, “internet es una escuela de negociación de diferencias”. Un territorio donde queda sólo en uno sacar algo en limpio.
Quien navegue en ese ilimitado mar de temas no debería, según los distintos enfoques de Eco y Bauman, adoptar una actitud pasiva ni ingenua. En otras palabras, pensar sería la reacción esperable en caso de apelarse a internet con otros fines que no sean los de la simple diversión o entretenimiento.
Dando por descontada cierta comodidad o pereza del estudiante de estos tiempos (no sólo en la Argentina, vale aclarar), los docentes tienen ante sí una tarea más de las tantas que acumulan hoy: enseñar a estudiantes -desde la primaria hasta la universidad misma- a destilar el cuantioso caudal informativo que les ofrece la inabarcable internet. Algo así como aplicar el
sentido común como un embudo de calidad.

(Publicado en Diario Los Andes, 29 de octubre de 2010)
No será esta Mendoza levemente aggiornada una Frankfurt de cabotaje pero al menos se sigue leyendo, escribiendo y editando sostenidamente. Un repaso, entonces, para pasar en limpio lo recibido en el mostrador de Generación Bic.
Antes, la perla negra: lo difícil que es dar con algunos de estos materiales. No porque los autores no quieran llegar a destino sino porque los intermediarios no nos la hacen fácil: las producciones locales no se ofrecen al público (total, están en consignación y dejan poco margen), no son expuestas en un buen lugar (“ni loco te corro los de Vargas Llosa”) y cierto quioscos son esquivos a rendir a los autores lo poco que se vende. En síntesis, no queda otra que apelar, una vez más, al boca a boca o a la creatividad para “cazar” a los esquivos lectores.

Féminas universales

La editorial Tortitas Caseras vuelve con un nuevo ejemplo de amasado artesanal para otro de su libros objeto, siempre pergeñados por la incansable María Luisa Nasif. El exquisito “Mujeres intensas” reúne a cuatro poetas: Niní Fajardo, Nora Quevedo, Nora Bruccoleri y Vanina Massarutti. Cuatro bocas que no se callan nada. Que dicen lo suyo con una sensibilidad no exenta de autoridad. De las que piensan y dicen en voz alta. Marcan territorio. Y todo envasado (en origen) con flores secas, colores vivos y hasta un sello de perfume como para que el libro nos impregne un poco más.

Por docena

Estadísticas fiables confirman que las revistas independientes -aquí y allá- suelen morir indefectiblemente en el número 3, a lo sumo en el 4. Sin embargo, la ya preadolescente “Serendipia” llegó al 12 y sigue más viva que nunca.
En su formato tapa dura y sus cien (¡¡!!) páginas, la publicación capitaneada por Alejandro Frías y Lorena Puebla vuelve a mostrar un amplio y diverso arco de propuestas y autores. Poesía, cuentos, relatos cortos, teatro, homenajes, ensayos, humor, secciones fijas, etc. Un material que vale lo que pesa.




Las ramas mágicas

Así como se afirma, sin escaparle al vizcachazo, que pisamos tierra de poetas, no erraríamos demasiado si por el contrario decimos que aún es magra la producción de novelas. Con “El árbol violeta” (Ediciones Baobab), José Luis Pachmann intenta saldar en parte esa deuda.
Ambientada en el bosque chaqueño conocido como “El impenetrable”, todo gira en torno de la vida del negrito Sisé y su esforzada sobrevivencia en un medio hostil donde un inexplicable árbol violeta es a la vez altar y protector. Según su autor, “esta novela trata de las cosas simples que nos carcomen el alma. Específicamente sobre el devenir de la existencia y la mutación que nos provoca”.

Mirá cómo tiemblo

“Cuentos de Cucos y Memoriosos”, que se presenta a sí mismo como “libro apócrifo de textos de terror”, reconoce su germen en la sección del mismo nombre publicada en la revista “La Mosquitera”. Camuflados detrás de nombres apócrifos, Ramón Mayo, Fernando Rosas, Raúl Zalazar y Andrés Llugany crean/recrean/ reversionan -con más humor que miedo- las historias de La maldición del Futre, La chancha de las luces, El chivo negro, La criatura del Bajo, El grillo topo, Los niños mono, El perfumador, El pollo del cancerbero y El loro de la Parca, entre otros tantos inspiradores del julepe. Son 16 relatos en los que una concepción gráfica de notable calidad (gracias al aporte del Fondo Provincial de la Cultura) posibilita que se luzcan las excelentes ilustraciones de Gabriel Fernández, Fernando Rosas y Pablo Pavezka.

(Publicado en suplemento Estilo, Diario Los Andes, 24 de octubre de 2010)
Aquel periodista que no piense en el lector, cada vez que se siente frente a la computadora como ayer ante una ruidosa Remington, difícilmente logre dar en el blanco del interés de quien se detuvo a leer su nota. En esa línea, un consejo básico que se le da a todo aquel que pisa por primera vez una redacción es que no pierda nunca de vista que él también es un lector. ¿Qué significa esto? Que ponga en su texto aquello que pretende encontrar cuando lee una nota, artículo o reportaje ajeno. Es decir, información clara, interesante y atractiva, donde en lo posible se tiendan puentes para que el lector se sienta parte de lo que se está contando.
No hay sobrevivencia posible para los medios de papel que no contemplen esto. La velocidad e inmediatez, se sabe, está y estará garantizada por los medios digitales, pero el tiempo, la hondura y la reflexión que exige un lector de medios gráficos deben estar impresos con una cuota extra de pasión y detalle.
El lector de Los Andes no es un actor pasivo en esa relación diaria que, en muchísimos casos, acumula unos cuantos años. Se expresa cotidianamente a través de un simple llamado para agradecer una nota o tirarnos las orejas por ese error que se nos escapó, sugerirnos artículos o investigaciones, denunciar la falta de respuesta de organismos públicos o funcionarios, como también para compartir problemas de los más domésticos y sensibles a su vida en comunidad.
La llegada del diario a una casa sigue siendo para muchos como la llegada de un amigo o un familiar. De allí que no haya nota que pueda prescindir de ese singular lazo que ha llevado que este matutino cargue sobre sus espaldas 127 años y aún se sienta con fuerzas como para seguir subiendo la cuesta. Y si lo sigue haciendo con el mismo ímpetu es porque sabe que la carga se reparte con sus fieles lectores.

(Publicado en suplemento aniversario Diario Los Andes, 20 de octubre de 2010)
Con el paso de los años, la velocidad y economía de los e-mails, los breves pero contundentes mensajes de texto y el uso creciente de la computadora nos han ido “eximiendo” de la personalísima escritura manuscrita. Salvo los chicos, que deben hacerlo obligatoriamente en la escuela primaria y secundaria, o los adultos que indefectiblemente debemos rellenar formularios u otro tipo de documentación, cada vez son menos los que manipulan una birome o un lápiz a la hora de escribir.
En la literatura, por ejemplo, esto se traduce en la pérdida de aquel jugoso género epistolar donde la palabra sorteaba mares y desiertos para acercar dos visiones, dos mundos, con mucho para decir. Hoy, un desapasionado intercambio de mails pareciera haber vaciado de sentido el ida y vuelta entre los creadores, aunque también exista la posibilidad en estos nuevos formatos de decir aquellas mismas verdades.
El hecho de saber de antemano que no hay posteridad para esas palabras, las condena de inmediato a una indiferencia que se confirma, una vez leídas, al apretar sin culpa la opción “borrar” y enviarlas a la papelera virtual.
En tren de ponernos nostálgicos, aunque carecieran de valor literario, las cartas familiares también tenían su encanto; la inconfundible letra de un ser querido impactaba, movilizaba, tanto como el contenido mismo. Ahora basta un “cómo andan?” (sí, con un solo signo de preguntas) para que a miles de kilómetros nos respondan un lacónico “todo bien”, y quedemos satisfechos con el estado actual de nuestros afectos.
El argumento de que ya no hay tiempo para explayarnos en detalles nimios, o que “para eso” existe el teléfono, nos quitó ese mágico momento de abrir una carta; un gesto no muy distinto al de aquel que espera a su amor en el andén de una estación de trenes.
Esta batalla que claramente ganó la modernidad dejó algunas secuelas. Por ejemplo, que a los niños les cueste una barbaridad escribir en cursiva. Habrá quien se pregunte cuál es el problema, para qué le va a servir en el futuro (típico interrogante del adolescente pragmático que hemos sido todos). Sin embargo, los pedagogos consideran que “el alumno que utiliza letra cursiva escribe con fluidez sus ideas y ve favorecida la percepción de palabras por la continuidad, mientras que las letras de imprenta, al estar separadas, interrumpen la secuencia de pensamiento”.
Después de años de aporrear teclados de máquinas de escribir y luego de computadoras, debo reconocer que cuando vuelvo a escribir “a mano” siento la dificultad, la falta de entrenamiento.
Me cuesta reconocerme en ese símil camino de arañas que pretendía ser una oración y que la miopía o la presbicia complican aún más llegado el momento de leerlo. No cabe duda de que no hay nada más personal que expresar “de puño y letra” sentimientos genuinos o una buena noticia. Paradójica confesión: digo todo esto tipeando en una fría e impersonal PC.

(Publicado en Diario Los Andes, 5 de octubre de 2010)

El martes comienza una nueva edición de la Feria del Libro de Mendoza y, como cada año, la reacción en el mundillo cultural vernáculo se repite cual déjà vu: criticarla antes de que arranque, mientras transcurre y repetir el gesto condenatorio una vez que termina.
¿Por qué pasa esto?, se preguntará el inquieto lector. Arriesguemos hipótesis: porque no se aprende de los errores, al punto de repetirlos casi impunemente; total, ¿qué funcionario ha ido después a la Legislatura a dar explicaciones o qué legislador ha pedido rendición de cuentas sobre contenidos, gastos o resultados?
Sigamos: Porque no se escucha o consulta; soy de los tantos escritores locales que participamos en más de una ocasión en la feria y no hubo vez que no hayamos dejado alguna inquietud, sugerencia o abierta crítica para que se capitalice como un aporte, no como molesto palo en la rueda o artero insulto, propio del ghetto literario. Sin embargo, rara vez vimos plasmadas esas contribuciones.
La sensación recurrente es que se trata de un evento anual con el que cada gestión de gobierno debe cumplir como si tratara de la Fiesta de la Vendimia o los festejos patrios marcados en rojo en el almanaque.
Así y todo, es un espacio que hay que defender apasionadamente. Defender y mejorar. Colocar urnas para recoger sugerencias de asistentes, expositores y libreros podría ser una de las tantas opciones para demostrar que a la organización le importa la opinión de todos aquellos que sustentan esta actividad cultural.
Con el lema “Leer desde las raíces”, este capítulo 2010 promete una intensa agenda; con presentaciones y charlas de autores mendocinos (Rodolfo Braceli, Laura Moyano, Oscar D’Angelo, José Luis Menéndez, Rolando López, Leandro Hidalgo, Dionisio Salas Astorga, Javier Píccolo, Oscar Miremont) y los consabidos “peso pesado” foráneos (Diana Bellesi, María Sáenz Quesada, Silvia Iparraguirre, Pablo Ramos, Zuhair Juri, Horacio González), mesas temáticas (“Poesía cantada”, con Palo Pandolfo y Rosario Bléfari), conferencias (“Panorama de la poesía Cuyana contemporánea”), talleres para estudiantes de los distintos niveles educativos, y lo que sin dudas viene oxigenando las últimas ediciones: el “Espacio Indy-Gentes”, singular y agitador lado B del evento madre que cobija un sinnúmero de producciones literarias independientes, con sus correspondientes presentaciones de libros, muestras, mesas debate y recitales.
Como siempre, el crédito queda abierto. La Feria del Libro no es, no debería serlo, un compromiso a sortear por el gobierno de turno. Nos pertenece a todos y por eso nos entusiasma, nos enoja, nos atrae o repele. Nos revela como somos.

(Publicado en suplemento Estilo, Diario Los Andes, 26 de setiembre de 2010)