Dedicada “a todos los piantados del mundo” y a aquel caballero inglés que en el siglo XVIII unió Londres-Edimburgo caminando hacia atrás, la expedición París-Marsella a bordo de una combi Volkswagen -bautizada para la posteridad como el dragón Fafner- surgió como un juego, casi un chiste interno, entre el escritor Julio Cortázar y su tercera mujer, la fotógrafa Carol Dunlop, que quedó prolijamente registrado en el libro Los autonautas de la cosmopista. Un mix de textos, fotos y dibujos que da cuenta de los 33 días que les llevó cubrir 800 kilómetros viviendo literal y literariamente en la autopista del Sur.
¿Lo hacemos? Todo comenzó en el verano de 1978 cuando la pareja regresaba de pasar unos días en la casa de sus amigos los Thiercelin, en la localidad de Serre. A su vuelta a París decidieron optar por la autopista para realizar el viaje en etapas. Primaba en ellos el pragmatismo, pero el Lobo y la Osita (como se llamaban en la intimidad y luego en el libro) cayeron en la cuenta de que contaban con varios días para llegar a la Ciudad Luz y la chispa no tardó en encenderse. A la altura del parador de Orange-le-Grès, whisky en mano Julio comentó: “Qué bien se está aquí”, a lo que Carol propuso: “Podríamos continuar a este ritmo, como los viajeros de las diligencias”. Palabras más, palabras menos, surgía la idea de escribir un libro de viaje “como los antiguos exploradores”. Bastó un simple “¿Lo hacemos, Osita?” y un contundente “Lo hacemos” para disparar la expedición que recién cuatro años después pudieron concretar. Lapso en el que el sueño, lejos de frustrarse, se potenció con la compra de libros de viajes, instrumentos científicos y la toma de apuntes clave para cuando llegara el día de zarpar.
El plan. Ambos se consideraban autopistenses comunes y corrientes, ni siquiera solían llevar a mano la siempre práctica guía Michelin de las rutas. Por lo que debieron planificar el viaje hasta en los mínimos detalles. Las consignas, grosso modo, eran: cubrir el trayecto París-Marsella en 33 días sin salir de la autopista, hacer altos en dos paradores por jornada (pasando siempre la noche en el segundo), y paralelamente ir registrando en un libro las descripciones climáticas, topográficas y fenomenológicas sin las cuales tal proyecto no tendría “un aire serio”. Por otro lado, se iría dando forma al libro “lúdico”, que contendría apuntes literarios, guiños domésticos, y lo que aportara el bienvenido azar. Eso sí, no se desaprovecharían una buena ducha o una mullida cama de hotel.
Apoyo logístico. Para atravesar los 65 paradores, los autonautas se inspiraron en El diario del Capitán Cook y se proveyeron de una abundante cantidad de alimentos, productos de limpieza, bebidas espirituosas y hasta de medicamentos (la salud de la pareja no estaba en su mejor momento). Ah, y libros, claro, muchos libros y la máquina de escribir y papeles, muchos papeles en blanco. Para reabastecerse, en cambio, lanzaron un cuidadoso casting de amigos lo suficientemente afines para entender la locura del proyecto y no hacer demasiadas preguntas. De muy buena gana, los Thiercelin y los Courcelles-Gurmen aceptaron el convite y terminaron siendo los encargados de acercarles provisiones cada diez días.
En marcha. A las 14.25 del 23 de mayo de 1982, montados en su fiel dragón Fafner y sin el sponsoreo de una Isabel la Católica o un mecenas de alguna telefónica, partieron bajo la lluvia el Lobo y la Osita. A las 14.47 entraban a la autopista y el libro comenzaba a escribirse. A las 20, apuntaban en el Diario de Ruta: “Observamos una liebre grande como un perro pequeño, color de gallina, que saltaba como si quisiera imitar el vuelo de una mariposa”.
Ellos teclean. “Esta autopista paralela que buscamos sólo existe acaso en la imaginación de quienes sueñan con ella... Cosmonautas de la autopista, a la manera de los viajeros interplanetarios que observan de lejos el rápido envejecimiento de aquellos que siguen sometidos a las leyes del tiempo terrestre, ¿qué vamos a descubrir al entrar en un ritmo de camellos después de tantos viajes en avión, metro, tren?... Autonautas de la cosmopista, dice Julio. El otro camino, que sin embargo es el mismo”.
A mano alzada. Stéphane Hérber, el hijo de 14 años de Carol e incipiente dibujante y baterista de rock, fue nombrado “cartógrafo ex posfacto” del proyecto. Es decir, el encargado de traducir en dibujos la peculiar expedición, basándose en el relato de los protagonistas, sus textos, anécdotas y fotos.
Modelo para armar. La bitácora irá incorporando, en una suerte de esquizofrénica coctelera, descripciones de la flora y fauna en torno de los paradores, el insólito bestiario de los parkings, agentes municipales que la juegan de agentes secretos, cartas reales e imaginarias, la visión de él o ella mientras el otro escribe, los encuentros con los amigos que llegan con alimentos y noticias del mundo real, un extracto del Manual de los lobos y más, mucho más. “La fiesta de la vida”, en sus mínimos detalles. La inconfundible pluma del autor de Rayuela en un libro menor, pero indiscutiblemente cortazariano en su desparpajo y sus destellos poéticos.
Tristeza. Eso había, escriben los expedicionarios, al concluir su periplo el 23 de junio, a las 10.40. Llegada al Viex Port, donde se detienen en el muelle Marcel Pagnol para las últimas fotos. “Qué poco duró el viaje”, era la frase recurrente en el interior del fiel Fafner. A la vuelta, ronda de amigos, anécdotas, risas, la ebriedad del reencuentro con lo cotidiano y los afectos (entre ellos, la gata Flanelle) y el gran desafío de volcar en un libro “ese mes fuera del tiempo, ese mes interior donde supimos por primera y última vez lo que era la felicidad absoluta”.
Peaje final. Una vez concluida la misión, la pareja había vuelto a su vida militante y viajado una vez más a Nicaragua, donde realizaba una tarea en apoyo a la lucha de ese pueblo (precisamente a él le donan los derechos del libro ahora reeditado por Alfaguara). Por entonces, Carol enferma repentinamente. Cuatro meses después, la mujer emprende -según el Lobo- “su viaje solitario”. Un mal que creían pasajero la llevó a la muerte. Cortázar debe terminar solo el libro escrito a cuatro manos. En un conmovedor final, el Lobo le dice/tipea: “Tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista”. Fin del viaje.

(Publicado en La Mañana de Córdoba, 20 de mayo de 2007)
Mayordomos abstenerse. “Negro absoluto” lleva por nombre la editorial que desde hace un año comanda el histriónico escritor Juan Sasturain (“Arena en los zapatos”, “La mujer ducha”, “Manual de perdedores”) y cuya premisa no admite desvíos: sólo publicar novelas negras, policiales que sí o sí deben contener un detective por protagonista y un escenario único: Buenos Aires. Hasta el momento ha editado seis títulos de autores como Osvaldo Aguirre, Juan Terranova, Leonardo Oyola, Elvio Gandolfo, Ricardo Romero y Federico Levín. Advertencia: todo lo que lean podrá ser usado en su contra.
Jorgeluis.com. La teoría no por extraña deja de ser interesante. Si alguna vez pudimos pergeñar el micro, la bic y el dulce de leche, ¿por qué no la babel virtual? “Borges es el verdadero creador de la Web, porque tenía una forma estructural de pensar que es la de Internet. Él fue el server que nos convirtió en users”, aseveró absolutamente convencido el prestigioso profesor Alfonso de Toro, académico de la Universidad de Leipzig y fundador del Centro de Investigaciones Iberoamericanas. Ya que estamos: Google repite el eco de don Jorge Luis 3.060.000 veces; todo un desafío para el memorioso Funes.
Los chicos crecen. Corría agosto de 1994 cuando Juan Carlos Kreimer, nombre clave en la historia del periodismo de rock en Argentina, creó los hoy famosos libros “Para principiantes”, una imprescindible puerta de entrada al conocimiento de filósofos, científicos, psicoanalistas, escritores y movimientos varios. Kafka, Marx, Einstein, Lacan, Borges, Bourdieu, Sartre, Darwin, Nietzsche, Cortázar, Marxismo, Surrealismo, Guerra Civil Española, son algunos de los “protagonistas” de esta colección que, además de plumas nacionales (Felisa Pinto, Carlos Polimeni, Florencia Abbate, Martín Lafforgue, J.C. Kleimer) incluye el arte de tapa de renombrados dibujantes (Rep, Liniers, Alcatena). Quince años que, desde aquel ceño fruncido de los libreros hasta este presente de publicaciones que se exportan, nos han legado nada menos que 123 títulos.
Algo huele bien. Anthony Bourdain no es figurita difícil si el lector de esta columna suele hacer zapping y de casualidad (o no) engancharse con su programa “Sin reservas” por Discovery Travel & Living. En él se encarga de desmitificar el supuesto paladar insobornable de los chefs.
Si hay que comer tuercas y éstas son la comida más popular del lugar, no dudará en hincarle el diente. Sus tours son divertidos, caprichosos y sorprendentes como su famoso conductor (aunque nunca cumpla este rol y parezca más bien un guía más confianzudo que amigable). Todo esto para dar pie a la noticia de que Del Nuevo Extremo acaba de reeditar su best seller “Confesiones de un chef: aventuras en el trasfondo de la cocina”. Un libro con el que se ganó el odio de medio Nueva York y la admiración incondicional del otro 50 por ciento. Bon appetit.
Beethoveniana. “Tal vez el enigmático acorde/ que abre la Novena/ haya sido solamente un alarde de poder./ Tal vez al omitir un sonido/ resbaló la incertidumbre,/ sacudió la melena con una carcajada,/ sostuvo que la ausencia es cuestión/ de discutible relatividad./ Tal vez no fue tormento/ sino ironía póstuma perpetua,/ no el temporal de tímpanos exhaustos,/ sólo la mueca de sarcasmo/ que adivina obstáculos/ en medio de la ceguera. (Poema de la reconocida música, docente y escritora mendocina, radicada en Buenos Aires, Silvia Dabul, de su libro “Lo que se nombra”, Ediciones en Danza, 2006).
Me suenan. Para descansar el oído y activar el ojo, algunas biografías de músicos que ya son historia o parte de: “99 biografías cortas de músicos célebres”, de M. Davalillo, quien no deja clásico sin revisitar; “Oasis”, la banda de los bipolares hermanitos Gallagher, según el estilete de Cyril Deluermoz; “Cash”, escrita por el propio Johnny y Patrick Carr; y “Crónicas, volumen 1”, o de cómo el eterno Bob Dylan cuenta su vida mejor que nadie. Cambiando de rubro, quien insiste con la ficción es el siempre oscuro y talentoso Nick Cave. El músico australiano acaba de editar su segunda novela, “La muerte de Bunny Munro”, sucesora de aquel lejano y endeble debut de “Y el asno vio al ángel”.

(Publicado en Diario Los Andes, 27 de setiembre de 2009)


Con su tira diaria en “La Nación” y su participación en la mítica “Fierro”, el inefable Liniers dejó atrás el mote de artista de culto para jugar en la liga mayor.

Nadie que diga como primeras palabras –¡a los dos años!– “Mirá mamá, ahí viene un colectivo” o lleve como segundo nombre el apellido de un virrey puede terminar dedicándose a una profesión “normal”. Tal es el caso de Ricardo Liniers Siri (33), un dibujante que ya dejó de ser “de culto” para sumarse a la primera A de los lápices argentinos.
Sus inimitables pingüinos (creados antes de K), conejos (sus alter ego visuales) y demás inclasificables personajes vienen ganando espacio en los medios gráficos desde el ’99, cuando debutó en el suplemento NO de Página/12 con su deforme viñeta Bonjour. Allí estuvo hasta el 2002, año en que pegó el salto a la contratapa de La Nación con su celebrado Macanudo. Hasta el centenario diario de los Mitre llegó de la mano de su colega, la inefable Maitena. En ese acotado espacio todos los días conjuga un humor entre absurdo, naïf e inteligente que algunos simplifican –sin medias tintas– como “tonto” o “genial”. Ergo: a Liniers se lo ama o se lo odia.
El eco de su trabajo también se ve reflejado en su visitadísimo blog Cosas que te pasan si estás vivo, con observaciones desopilantes y comentarios que no le van en zaga. Y para redondear su espiral en ascenso, el regreso de la mítica Fierro lo cuenta entre sus animadores, junto a grandes como Nine, El Tomi, Rep, Chichoni y Enrique Breccia.

Eclipse de sombrero
En el universo de Liniers todo puede pasar. No hay tema que este músico frustrado –y ¡uno de los personajes del año de Gente en el 2006!– no se anime a a abordar con su plumín (lo suyo es ciento por ciento artesanal, nada de computadoras). No obstante, algunos de sus personajes suelen reaparecer: el oso Madariaga, Oliverio La Aceituna, Enriqueta, el gato Fellini, el Robot sensible, el misterioso hombre de negro, el Maní Punk y la Vaca cinéfila.
Entre sus emblemáticas historietas, que tuvieron el merecido paso al formato libro, aparecen Bonjour, Macanudo y Cosas que te pasan si estás vivo. El exiguo espacio de una viñeta de Liniers puede contener el monumento al político que no es millonario, la niña que disfruta de un lindo día feo, el búho al que le gusta en las noches ver pasar a los fantasmas, la chica que disfruta del olor del libro nuevo o el policía que estudió Bellas Artes, entre tantas situaciones que pueden ir desde lo más tierno u onírico hasta el humor más ácido o surrealista.
“A mí me gusta mucho el chiste tonto”, se escuda Liniers, pero si se posa la lupa en su trabajo no es difícil percibir esa particular mirada de éste y otros mundos.
Dibujante desde muy chico, recién a los 20 se le animó a un taller; el resto fue una combinación de talento natural, dedicación y oficio. En el camino dejó dos carreras inconclusas (Abogacía y Publicidad) ara apostar todas las fichas al dibujo. A su debido tiempo, nutrió su imaginario personal con mucha Mafalda, películas de los Monty Python, el cine de Chaplin, novelas de Twain y Salinger, y sobre todo La guerra de las galaxias.
A la hora de dar las claves de su métier, arriesga: “Siempre me interesó la historieta como género, esa posibilidad de ser un pequeño dios con una libertad total para imponer y transgredir sus propias reglas y hasta castigar a sus propios personajes”.
Buena parte de su producción viene de la infancia, del rescate de aquello que el artista se niega a abandonar. Recordar, por caso, los olores de ciertos medicamentos, la picadura de una hormiga o la primera fotocopia que cayó en sus manos. “Me encanta acordarme de esos años en los que descubrías cosas. Eso es lo que busco recuperar en las historietas”.

Algo está cambiando

Valgan las palabras del maestro Fontanarrosa para cerrar esta invitación a visitar el planeta del antihéroe Siri: “Admito que cuando apruebo algo diciendo ‘macanudo’ me siento irremediablemente antiguo. Los jóvenes me miran perplejos, como si les comentara la visita del Graf Zeppelin o les recordara la Bidú. Pero algo está cambiando, camaradas... Es que Liniers desconcierta... No obstante, sólo tengo agradecimiento para este visceral dibujante. Gracias a su escandaloso éxito, ahora, cuando sus imberbes admiradores me escuchan decir ‘macanudo’, me aceptan como si yo fuera un componente más de esa juventud casquivana y dicharachera”.

(Publicado en Diario UNO, 3 de junio de 2007)
Cazador a la vista. El sanjuanino Jorge Leonidas Escudero es esa “piedra sensible” que la poesía argentina se demoró demasiado en extraer de las entrañas del desierto cuyano. Por suerte, en la última década se vienen sucediendo con regularidad sus publicaciones a través de Ediciones en Danza (“A otro hablar”, “Verlas venir”, “Andanzas mineras”, “Endeveras”, “Divisadero”, “Tras la llave”, “Dicho en mí”) y el dato de que comenzó a publicar después de los 50 años pasó a ser apenas una anécdota. Como buen minero que fue, “Caza nocturna” continúa su incansable búsqueda del poema como antes lo fuera el oro de sus sueños. Escudero es una voz única y sin embargo tan cotidiana, tan de la calle o el campo abierto, que es muy difícil e inútil situarlo en corriente alguna. Para él, la poesía “es mostrar intimidades,/ ropa de andar dentro de mí”; la creación ese “esquivo animal que sólo se caza/ cuando la flecha se dispara sola” y los premios, el reconocimiento, “cartulinas para el recuerdo”. Porque sabe que “el artista hace garabatos y cree/ gobernar la manija creativa” es que a sus 89 años sigue intentando pegar el salto, “salir desto de siempre donde no hallo y sigo buscando”.
Ajuar de la memoria. “El lápiz del carpintero” podría ser una de las tantas historias que todavía siguen drenando de la Guerra Civil española. Lo que la hace distinta, conmovedora, es la gracia del poeta, narrador y periodista Manuel Rivas (La Coruña, 1957) para contar la historia de Herbal, un carcelero-verdugo que mata a su prisionero-pintor, cuya alma regresará a través del lápiz con el que dibujaba el Pórtico de la Gloria. Lápiz que en el pasado sirvió, en otras manos, tanto para escribir notas libertarias como para narrar las secuelas de la dictadura y hasta historias de amor marcadas por esos tiempos de ideas irreconciliables. Publicada originalmente en 1998 en gallego (como toda la obra de Rivas), “El lápiz...” llegó al cine en 2003. Igual destino tuvo su relato “La lengua de las mariposas”, incluido en “¿Qué me quieres, amor?”.
A la hora de las víboras. Le han escrito poemas, canciones, cuentos, microrrelatos, pero la fotografía seguía en deuda con ella. La siesta, ese fragmento del día que convoca tanto al sueño como a la tristeza o la melancolía, ahora tiene postales de su inquietante imaginario. Con su cámara autodidacta, Facundo de Zuviría (Buenos Aires, 1954) se lanzó a registrar “Siesta argentina” (Ediciones Larivière) y lo hizo sin caer en lo poéticamente esperable. Son cerca de 50 fotos en blanco y negro, a doble página como los viejos libros japoneses, donde únicamente se muestran fachadas de bares, tintorerías, peluquerías, carnicerías, panaderías y demás locales comerciales porteños. La particularidad es que prescinde de toda presencia humana, reforzando así ese efecto de desolación que desde niños asociamos naturalmente con estas horas. Es inevitable pensar que la siesta en las provincias sería un sustancioso material del que Zuviría podría valerse para una hipotética saga de esta exquisita producción.

(Publicado en Diario Los Andes, 20 de setiembre de 2009)
A las denominadas profesiones de riesgo (policías, bomberos, conductores de ambulancias, mineros, rescatistas), habría que agregar la de docente. Sustenta esta propuesta nada descabellada las cada vez más frecuentes situaciones de violencia que deben sufrir quienes en tiempos no muy lejanos eran considerados una suerte de "segundos padres".
Ya no se trata sólo de una simple agresión, un mero apriete porque una nota no es del agrado del estudiante. Ahora es habitual que sean asaltados a metros de ingresar a la escuela o cuando se dirigen a tomar el micro. Tampoco quedan al margen de los más aberrantes abusos como reflejan con elocuencia las páginas de policiales.
Sin dudas el caso más emblemático es el de Claudia Oroná, la joven docente de 35 años que fue asesinada de un balazo en el barrio Tres Estrellas, de Godoy Cruz, en noviembre de 2004, cuando quisieron robarle el auto frente al jardincito donde daba clases.
Así como el fotógrafo José Luis Cabezas se convirtió en un símbolo de quien muere por escudriñar el lado oscuro del poder, la maestra mendocina también debería ser recordada como un estandarte de quien cae víctima de la alarmante inseguridad y la pérdida de todo código social.
El "No se olviden de Cabezas" quedó instalado en el inconsciente colectivo como una necesaria apelación a la memoria en un país caprichosamente desmemoriado. Pedir, instar, proponer "No se olviden de Oroná" es otra forma de hacerle justicia; especialmente hoy, una de las pocas fechas en que los maestros son el centro de atención por celebrar su merecido día.
Si hay una señal que confirma que culturalmente vamos de mal en peor es la degradación que viene sufriendo la figura del docente. Ese mismo que cuando nosotros éramos chicos los propios padres ponían en lo más alto, dando a la palabra del maestro el valor de sagrada frente a cualquier versión que diéramos en nuestra defensa.
Ni hablar de los sueldos paupérrimos que perciben ni de las condiciones en que suelen desempeñar su tarea, otras formas de violencia que quedan en segundo plano ante los atropellos delictivos de los que son víctimas actualmente.
Lo que en principio quiso ser -aprovechando la fecha exacta- una evocación a lo que me dejaron allá lejos y hace tiempo algunas de mis entrañables maestras, derivó inevitablemente en una reivindicación atemporal. No dudo de que la mejor manera de honrar a todos los docentes es poner en evidencia -una vez más- que se han convertido en un blanco móvil y que sin ellos el futuro se visualiza negro como un viejo pizarrón.

(Publicado en Diario Los Andes, 11 de setiembre de 2009)
Mirarse el… Es cada vez más frecuente, no sé si necesario, preguntarse si existe una literatura mendocina. Si por ello entendemos algo más que lo escrito por mendocinos -es decir, la irrupción de aspectos sociológicos, estéticos, geográficos, reconocibles como tales en poemas, cuentos y novelas- difícilmente dicha temática se manifieste con elocuencia. Especialmente en los años '80 y '90, lo global como escenario liberador para el escritor de provincia, le ganó la pulseada al costumbrismo, al ya entonces trillado “color local”. En esta década que ya expira, paradójicamente la globalización empujó a no pocos escritores a volver la mirada a la propia aldea. Ramón Mayo es uno de los que narra tomando lo “mendocino” como materia prima. En sus relatos cortos el agua es de El Carrizal, los locos del hospital El Sauce, el medio de transporte los micros, y buena parte de sus personajes, esos clientes o fantasmas que circulan día a día por la Galería Tonsa. Pero no por tomar elementos “autóctonos” quiere decir que Mayo no se permita ir más allá. En sus relatos urbanos (sic), un grupo de aspirantes a escritores puede servir de pantalla para una banda de hackers (“El ombligo púrpura”), una mujer esperar el colectivo en la parada del año 4050 (“Less than time”) o un loco pedir rastis en lugar de puchos (“La cifra más hermosa del mundo”). La prolija edición artesanal simboliza involuntariamente otro rasgo de mendocinidad: ante la falta de una industria cultural que canalice la producción local, válidas -y bienvenidas- son las opciones “caseras”.
Antes, durante, después.
A Corman McCarthy se lo considera uno de los eremitas de la narrativa norteamericana (Salinger y Pynchon completan el trío) por su bajísimo perfil y por concentrar la atención en su obra. Y su obra tiene la contundencia de títulos como “Meridiano de sangre” y la trilogía que conforman “Todos los hermosos caballos”, “En la frontera” y “Ciudades en la llanura”. El más reciente “No es país para viejos”, que alcanzó fama mundial por la laureada película de los hermanos Cohen (“Sin lugar para los débiles”), comparte con los libros anteriores la escenografía del sur de Estados Unidos y las pocas pulgas de sus habitantes. McCarthy, como esos sureños de armas tomar, cultiva un estilo seco, de escasas pero contundentes palabras, donde los gestos y las acciones dicen más. “La carretera” cuenta la conmovedora historia de un padre y su hijo intentando sobrevivir en un mundo que parece haber sido devastado por un ataque nuclear. Al mejor estilo “road movie” (no en vano ahora llega al cine con Vigo Mortensen como protagonista) juntos atravesarán innumerables situaciones de riesgo, con caníbales incluidos, llevando en un carrito de supermercado lo mínimo para enfrentar su apocalíptico derrotero. “No hay después. El después es esto”, es el leit motiv de este Pulitzer 2007.
En nombre del padre
. Ni el biógrafo mejor documentado podría, se supone, estar más informado que el propio hijo del biografiado. Así lo pensó Mariano Olmedo, quien a 21 años de la absurda muerte de su padre se animó a revisitar la memoria familiar para concebir “El Negro Olmedo, mi viejo”. Para emprender con éxito tan movilizadora empresa, tuvo a favor su oficio de guionista y el haber recibido del cómico el mandato informal de algún día escribir las anécdotas protagonizadas por el recordado “Rucucu”. Un libro que el autor define como "muy directo y visceral” y que seguramente servirá para conocer un poco más el perfil privado de este ícono del humor popular.

(Publicado en Diario Los Andes, 13 de setiembre de 2009)
Alberto Muñoz no es un poeta masivo, el establishment literario insiste en ignorarlo y los grandes medios rara vez reseñan sus libros. Sin embargo, difícilmente haya poetas y lectores curiosos que no sepan quién es y no celebren cada vez que edita un nuevo trabajo. El autor de Tratado de verdugos, También los jabalíes enloquecen y Trenes, entre otros, además es músico, dramaturgo, docente y guionista. Un artista múltiple, luminoso y nunca previsible.
En Pianoforte, como en todas sus obras, Muñoz juega (es parte de su modus operandi) con el lenguaje musical y su imaginario. Los sonidos, los ruidos, el silencio, los afectos y la ficción, todos son, en el sentido más amplio, “instrumentos” para que el poeta logre una musicalidad que excede al poema. Dividido en tres partes (Sobre el alma, Sobre la invención y el descubrimiento, y Sobre el tiempo), Pianoforte encuentra su mejor definición en el subtítulo: Tratado ecléctico sobre el arte musical. Y lo encuentra no sólo con humor sino también con hondura e imágenes exquisitas. Como acorde final, se podría decir que Muñoz es uno de Los justos de Borges: “El que agradece que en la tierra haya música”.

(Publicado en Diario UNO, 11 de marzo de 2007)
De puño y mouse. En “El Cuaderno” de José Saramago cohabitan apuntes, observaciones y opiniones donde la lucidez y el humanismo del Nobel portugués son su marca de agua. Textos que primero aparecieron en su blog http://cuaderno.josesaramago.org llegan ahora a este libro de jugadas reflexiones sobre política, actualidad, cultura, derechos humanos, personajes, literatura y misceláneas. A sus 86, el autor de “Ensayo sobre la ceguera” se despidió el lunes pasado de sus seguidores bloggers con una buena coartada: dedicarse a su próxima novela y la promesa de que cuando tenga algo para comentar ese espacio será el elegido. Estaremos atentos.
Manzanas (deliciosas). Aunque Cecilia Romana (Buenos Aires, 1975) diga que no es como Frost, “que de una manzana hace un poema”, no hay que creerle. A falta del postre de Eva, a ella le alcanzan un lavarropas, una rodaja de pan, unas medias, un almuerzo, una mudanza, para pintar su aldea doméstica. Premiado por el Fondo Nacional de las Artes y publicado por Ediciones En Danza, “El libro de los celos” refleja los claroscuros de la vida en pareja a través de poemas que bien podrían leerse como un diario íntimo no exento de humor, pasión y egoísmo. “Nosotros dos: el mismo libro en diferentes ediciones”, apunta allí la editora del sello Sigamos Enamoradas.
No soy un santo (todavía). “Música para camaleones” merece ser recordado (y recomendado) tanto por incluir alguno de los mejores cuentos de Truman Capote (1924-1984) como por ese demoledor prefacio donde reconoce: “Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación”. Algunos hitos de su don: el relato que da título al libro, donde una aristócrata de Martinica toca Mozart para demostrar a su invitado que a los camaleones -“esas criaturas excepcionales”- les gusta la música; la nouvelle “Féretros tallados a mano” (donde retoma el método de no ficción con que dio forma a su obra mayor, “A sangre fría”); “Una hermosa niña”, tal vez el más sensible retrato de Marilyn Monroe que se haya escrito; y “Vueltas nocturnas”, donde habla consigo mismo y se somete a un impiadoso autorreportaje en el que no duda en castigarse duramente con el látigo del prólogo.
Un negro de fierro. Da la sensación, ahora que lo perdimos, que a Roberto Fontanarrosa no le quedaron -al menos a nivel artístico- demasiadas materias pendientes. Haber dibujado un clásico como el “Martín Fierro” de José Hernández seguramente fue uno de los grandes gustazos que se dio (nunca, claro, como gritar un gol de Central). Los primeros trazos del gaucho más mentado los dio en 2005, a pesar de la enfermedad neurológica que ya padecía. El entusiasmo fue tanto que además hizo dibujos, bocetos y hasta parte del guión de la película “Fierro”, dirigida por Liliana Romero y Norman Ruiz, y estrenada pocos meses después de su muerte. Cada rasgo del “personaje emblemático de nuestra literatura nacional” (como lo consideraba el Negro) lleva su inconfundible sello; razón más que suficiente para releer la “Biblia gaucha” en versión ilustrada o disfrutarla en el cómodo DVD.

(Publicado en Diario Los Andes, 6 de setiembre de 2009)
Llame ya. Aunque por estos lares todavía ni siquiera palpamos en vivo y en directo un libro electrónico, ahora como si nada nos ofrecen los bidibooks. “Siente el libro en tu celular”, busca convencernos el canto de las sirenas tecno. Editados en seis idiomas, estos celulibros permiten al e-lector enlazar los contenidos del libro elegido con textos, imágenes y videos de Wikipedia, Flickr y YouTube. Más chico que el viejo y querido libro de bolsillo, a priori el “bidi” suena ideal para adeptos a la seductora comodidad de la tecnología. Cortos de vista, abstenerse.
El secreto de ABC.
No es la obra más emblemática de Adolfo Bioy Casares. Sin embargo el propio autor reconoció que “Dormir al sol” era su libro más querido, el que -de ser una casa- hubiera elegido para vivir. A pesar del drama familiar que supone que a Lucho Bordenave, relojero de barrio, le internen en un psiquiátrico a su mujer Diana y se la “devuelvan” siendo otra pero en el mismo cuerpo, en realidad estamos en presencia de una fina comedia negra en la que nada es lo que parece. Lo real y lo fantástico, como en casi todo ABC, se fusionan como las esquivas almas de Lucho y Diana. “Iba a decirle que yo no tenía secretos, pero de pronto me pareció que el secreto estaba en ella y me asusté”, admite el perplejo marido en una frase que resume el tono de esta novela que en breve llegará al cine bajo la dirección de Alejandro Chomski.
En jarra usada, los vinos nuevos. “Las Heras”, del mendocino Claudio Rosales, exuda minimalismo desde su tapa de árbol perdido en fondo blanco + título y autor en minúsculas a lo cummings. Como advierte el epígrafe de W. Burroughs, el poeta recorta la realidad para construir un relato autóctono a base de espasmos, hilachas, pelos y señales. Un paneo que absorbe y procesa. Una mirada que avisa: “Las musas están armadas/ son mellizas/ no recuerdan”. Esas turras son las que nos llevan a transitar el picante bulevar lasherino donde desfilan el rey del salero, los albañiles, la niña cuida autos, Mariano y los turistas, el pibe travesti, los polarizados polaras, Norma la de Avón. Rosales acierta en pintar esa Las Heras “donde retozan eléctricos vocablos” no desde el realismo de la sonora acequia sino con lengua de vate actual: dando cuenta de la fragmentación para así intuir el todo.
Gracias compartidas. No es cosa de todos los días que un dibujante se una a un músico para compartir un concierto donde uno toca sus canciones y el otro ¡dibuja en vivo! Ese exitoso experimento dio pie -y manos- a Kevin Johansen y Liniers para pergeñar “Oops!”, un libro-objeto donde el inconfundible humor de las canciones del ex Instrucción Cívica es “traducido” por la desquiciada pluma del creador de “Macanudo” (la tira que publica en La Nación). A manera de bonus track se pueden hojear entrevistas al inefable dúo. Editado por De La Flor, son 144 páginas para ver/leer al ritmo de un karaoke pasado de copas.

(Publicado en Diario Los Andes, 30 de agosto de 2009)

El archivo