No les importa si nieva, llueve o hay un sol que parte la tierra. Son capaces de estar una noche entera a la intemperie para poder mostrarse. La excusa suele ser exhibir alguna habilidad artística, cierto talento para tocar un instrumento, bailar, hacer humor o sorprender con trucos de magia que les garantice un paso a lo más preciado: el éxito.
No falta, claro, quien va con la sincera inquietud de trascender a un público masivo para hacer conocer su arte y poder vivir de él. La gran mayoría, en cambio, ansía acceder a sus 30 segundos de fama (inevitable la referencia al mesías de los aspirantes a estrellas, Marcelo Tinelli). Pugnan por una modesta cuota de impacto popular que les haga sentir que no son un mero número en la fila, un patético fantasma que pasa por esta vida sin dejar huella.
La mediatización de la vida cotidiana no perdona a los indiferentes ni a los cultores del bajo perfil. Tergiversando al Che, sería algo así como "Hasta el éxito, siempre".
En la otra vereda, como contracara de los que llenan horas y horas con programas de rápida digestión, ganan un lugar -y no a los codazos- los subestimados hombres comunes. Seres anónimos que no alimentan rating alguno pero cuyas vidas tienen sustancia suficiente para activar más emociones que los raperos que no saben rimar o los humoristas que son una lágrima.
Fiel referente de estos antimediáticos es el proyecto del fotógrafo francés Yann Arthus -Bertrand, titulado Seis mil millones de otros. La idea, como no podía ser de otra manera, es muy simple: durante cuatro años un equipo comandado por el autor de La tierra vista desde arriba registró 6.000 entrevistas en 65 países respondiendo las mismas preguntas. Los tópicos fueron la familia, el país, el exilio, el amor, lo que los hace reír o llorar, los miedos, la vida, la muerte. Captadas en el lugar donde viven, personas comunes, rostros sin photoshop, confiesan su particular visión del mundo de una manera tan normal que evocan al abuelo contando un cuento alrededor del fuego. Así se los puede ver y oír en emisiones de media hora o microprogramas en el Canal Encuentro (viernes, a las 23.30), aunque también en fragmentos temáticos ubicables en YouTube.
Si todo es tan prosaico, no faltará quien se pregunte dónde está lo interesante; ese necesario anzuelo para evitar caer en la tentación del zapping. Muy fácil: ante tanta vida enlatada y tanto personaje prefabricado, que uno o una de esos millones de otros diga lo que podríamos decir cualquiera de nosotros, es algo que seguramente moviliza más que la millonésima versión del hit de Montaner cantado por el aspirante a estrellita pop del momento.


(Publicado en Diario Los Andes, 26 de junio de 2009)
En una escena del unitario Tratame bien, un padre (interpretado por el notable Julio Chávez) le dice a su hijo adolescente, incómodo por no poder evadir el diálogo: "¿Me podés decir en qué momento dejé de ser tu ídolo para convertirme en un pelotudo?".
Una situación similar parece estar dándose entre nosotros, electores a los que nos tienen de hijos, y una democracia que ya dejó de ser adolescente pero que aún conserva caprichos e inseguridades propias de esa edad tan traumática como maravillosa.
¿En qué momento dejamos de ir a votar con ilusión, convencidos de que estábamos contribuyendo a consolidar un espacio de libertad, a abrir un camino con menos piedras para las futuras generaciones? ¿Cuándo fue que olvidamos todos esos años de silencio forzado, con las urnas juntando telarañas? ¿Qué pasó para que con sólo escuchar la palabra elecciones se nos escape un suspiro de molestia y nos sobrevenga una sensación de obligación equiparable a trabajar un feriado o hacer cola para sacar el carnet?
Autoridades de mesa que inventan cualquier tipo de excusa para zafar del convite electoral, votantes que "justo" ese día tienen que estar en otra provincia visitando un pariente enfermo o haciendo un trámite; ancianos que agradecen haber superado la edad "obligatoria"; trabajos que -supuestamente- impiden trasladarse para sufragar, son claras muestras, excusas variopintas, de que votar se ha transformado en una carga que pesa casi tanto como intentar comunicarse con un vástago adolescente.
Claro, no muchos reconocerían esto públicamente. No se permitirían ser tachados de antidemocráticos o al menos de poco comprometidos, cuando en realidad son la patente expresión de una desidia ciudadana que campea en el mundo entero. Precisamente ésta fue la característica que más sobresalió en las recientes elecciones europeas.
Ahora bien, no llegamos de casualidad a este páramo de expectativas. Aquí el "cosecharás tu siembra" nos cabe a todos. No sólo a los políticos que, con su sistemático modus operandi de mostrarse incapaces para mejorar el país y la vida de sus habitantes, lograron que ya no les creamos que afuera llueve, sino también a quienes invariablemente metimos la pata dándoles el voto sin exigirles rendición de cuentas antes y después de ocupar un cargo.
Nos limitamos a ir a la escuela del barrio, esperar poco o mucho, entregar el DNI, poner completa la lista sábana con su caterva de desconocidos y volver rápido para hacer el asado (el premio para tamaño esfuerzo cívico). Y después, vuelta a esperar que regresen a colmar calles, postes, paredes, canales, diarios, radios, con renovadas frases hechas que lo único que dicen/piden es nuestro modesto voto.
Cascoteados como chocos cimarrones, sabemos que ya no podemos esperar milagros; sólo pedimos a cambio que nos traten bien. ¿Será mucho por ese pequeño acto de fe que renovamos a desgano cada dos años?

(Publicado en Diario Los Andes, 13 de junio de 2009)