De casualidad escucho un tema de la exquisita Laurie Anderson: El perdido arte de la conversación. A dúo con Lou Reed, cada uno canta su parte sin reparar en lo que dice el otro. Una típica charla de sordos en clave poética. O si se quiere, un canto a la incomunicación.
Si uno toma ejemplos de esa inagotable cantera que es la realidad argentina, en un tris caerá en la cuenta de que muchos de los problemas que padecemos provienen de nuestra ya patológica falta de diálogo. Palabra ésta que se evocó miles de veces en el conflicto con el campo, demostrando con elocuencia que era lo que más hacía falta.
Diálogo. Un arte perdido. Un puente roto que se impone reconstruir para avanzar de una vez por todas a una instancia superior.
Diálogo que escasea no sólo en la política. Digamos que tampoco campea en aulas, canchas de fútbol, relaciones de pareja, trabajos de toda laya, lugares de reclamos y trámites, centros de información; ni siquiera ya en esos personajes que llevaron a la conversación a sus más altos estándares: los vecinos. Cuando éramos chicos, ellos eran el símbolo de la confianza, los cotidianos interlocutores de mate y gauchadas. Hoy no sabemos ni cómo se llama el de al lado. La débil conexión vecinal nace y termina en un saludo de compromiso.

No es lo mismo
Este vacío no es más que un coletazo de la imparable ola de deshumanización que a veces va de la mano del progreso y en otras se confunde con el bienvenido avance o modernización. En esa inercia nos vemos obligados a tratar con máquinas antes que con semejantes de carne y hueso. Aunque, por caso, sería de necios no reconocer que es más práctico sacar plata del cajero automático que pasar por caja, no es lo mismo un café de máquina que aquel que viene en manos de un afable mozo sabedor de hasta cuánto de azúcar le ponemos.
Otro botón de muestra: los programas de radio creados y emitidos desde computadoras para escuchar en la web. Tendrán un sonido impecable, pero uno extraña esa calidez –tal vez la mayor virtud de este medio– que imprime en el ida y vuelta un conductor con oficio. Todo lo contrario a esas estupendas entrevistas del español Joaquín Soler Serrano que podemos ver en el canal Encuentro o los antológicos reportajes de Jesús Quintero en El perro verde o de Jorge Guinzburg en La noticia rebelde. Casos en que la conversación adquiría su merecido estatus de arte.
Excesivo como de costumbre, el escritor español Enrique Vila-Matas declaraba hace unos días que internet nos lleva indefectiblemente hacia una idiotez general. “Ha perdido fuerza el humanismo y es inevitable”, sostiene agorero el autor de Bartleby y compañía. Chatear de compu a compu, sería bajo su lupa una prueba irrefutable de que vamos hacia un diálogo aún más frío que el telefónico. Sin embargo, ahí están sus libros y los de tantos estableciendo otro tipo de conversación. Más silenciosa pero igualmente sustanciosa.

Todo ese jazz
El violinista y escritor Stephen Nachmanovitch considera que “la forma más común de improvisación es el lenguaje común. Al hablar y al escuchar, tomamos unidades de un conjunto de ladrillos (el vocabulario) y reglas para combinarlos (la gramática)”. Dada esa cotidiana forma de improvisar, concluye en que “toda conversación es una forma de jazz”.
Una bella metáfora que, puesta en práctica, suena mucho mejor que ese absurdo ruido que producen los políticos hablando como enajenados sólo para las cámaras, los futbolistas que están más cerca del show bussines que del gol, los artistas que consideran que una obra no debe dialogar con sus consumidores, los adolescentes que prefieren decir lo suyo con un esténcil o un fotolog y no cara a cara o sin tanta mediación, los que convencidos de sus argumentos dicen lo suyo sin dar margen a la réplica.
La conversación es un arte generoso que no requiere más que de los modestos ladrillos de los que hablaba Nachmanovitch.
Palabras, simples palabras para recomponer o tender esos imprescindibles puentes que nos permitan comunicarnos. Recuperar esa práctica también es un ejercicio de tolerancia. Y no importa si suena a jazz, tango o cha cha cha.

Se viene otro Día del Niño y lo primero en lo que pensamos, casi como acto reflejo, es qué les regalamos, cuándo salimos a comprarlo, con qué los podemos sorprender o dónde los llevamos para que se den una panzada de títeres, mimos y payasos. Una agitada jornada acorde con la vida hiperactiva que llevamos... y listo. Ya está. Ya cumplimos. Con la conciencia tranquila volvemos a la vida “ normal”: ellos a la escuela, nosotros al trabajo. Pero ellos, vaya la obviedad, esperan algo más que el ritual del juguete y el plus de una jornada vivida a full para no desentonar con la celebración general.
La velocidad que imponen estos hiperkinéticos tiempos, donde todo parece medirse al ritmo del famoso “minuto a minuto” del rating televisivo, nos ha quitado esos preciosos momentos que deberíamos compartir con los hijos. Ya sea por la adicción laboral o porque nuestros horarios van a contrapelo del resto de la familia, lo cierto es que es mínimo el tiempo que dedicamos a jugar con ellos, a escucharlos, a revisarles las tareas, a verlos en los actos del cole, a contarles un cuento. En el mejor de los casos, buscamos saldar parte de esa deuda con un domingo de shopping, que incluye en un mismo combo: jueguitos, cajita feliz, helado y cine. Claro, habrá quien no se identifique con este estado de las cosas, pero en trazos gruesos es el que la implacable realidad nos moldea a su antojo.

Detrás de los Messi
Para la Organización de las Naciones Unidas, el Día Universal del Niño es el 20 de noviembre porque en esa fecha de 1959 se aprobó la Declaración de los Derechos de los infantes. En Argentina, esta celebración históricamente se concretaba el primer domingo de agosto pero desde el 2003, y por razones meramente comerciales (lo pidió la Cámara del Juguete), pegó un salto al segundo. La fecha viene bien para que, además de agasajarlos con ese codiciado regalito, los volvamos a poner entre nuestras prioridades, tanto en nuestras casas como en esa entelequia llamada sociedad.
De una u otra forma ellos también son noticia, aunque muy por detrás de los Messi, los Tota Santillán o las chicas del caño de Tinelli.
La muerte de un niño de 4 años hace unos días en La Rioja, a causa de la desnutrición, es un alerta, un llamado de atención. Ante esta absurda pérdida es inevitable recordar los miles de litros de leche tirados durante el paro del campo, la fruta y verdura que se pudrió en los camiones varados por los cortes de ruta, las cien vacas regaladas al piquetero Castells por “el aguante” al agro.
Paradojas de la vida, lo que en su momento fue una de la noticias más conmovedoras del año –u na nena de 10 años atropellada, violada y quemada en una localidad bonaerense– hoy se transforma en buena nueva debido a que avanza en su recuperación.
Pero no todas son pálidas. Otro pequeño ocupó su merecido lugar en los medios. Leonel Crescitelli, el chico de 10 años que encontró en Rivadavia una billetera con U$S5.000 y los devolvió, fue elegido Rey del Juguete 2008, una distinción que otorga la Cámara Nacional del Juguete y que le fue entregada ayer en Capital Federal. Otro pibe que sacó patente de honesto fue Ismael Castro, de 11, quien halló una cartera con euros, joyas y tarjetas de crédito. También la entregó. Y también fue noticia.
Los que no tuvieron su cuarto de hora mediático, pero están camuflados en otro tipo de informaciones, son los que no tuvieron clases por el paro docente. Los que limpian vidrios y no van a la escuela. Los que a altas horas transitan los cafés pidiendo una moneda. Los que no reciben atención cuando hay huelgas en los hospitales. Los que ya no tienen baldíos para jugar a la pelota y matan las horas a pura merca y cerveza. Los que perdieron aún antes de empezar.

Materia pendiente

Lo que parece elemental, es decir que deberían ser los privilegiados en la casa y fuera de ella, los primeros en toda lista, el centro de la mayor atención y protección, son en muchos casos los más castigados. Así lo demuestra la gran cantidad de pequeños que trabajan a pesar de las leyes que buscan terminar con esta injusticia. El próximo domingo es una buena oportunidad para reflexionar que ellos esperan de nosotros mucho más que el simbólico juguete. Esperan que seamos ese superhéroe dispuesto a enfrentar al peor villano por ellos. Una fantasía que bien puede ser la nuestra.