El cineasta Morgan Spurlock debe su fama a Super Size Me, un documental que filmó en el 2004 para reflejar los efectos negativos de la llamada comida “chatarra”. La particularidad es que él mismo se erigió en el conejillo de indias para comer durante 30 días consecutivos únicamente productos de la famosísima cadena McDonald’s.
Con el mismo esquema, esta suerte de sosias del irreverente periodista y realizador Michael Moore (Bowling for Colombine) continuó con su “misión” de generar conciencia social a través de un reality show al que tituló sin sutilezas 30 días y que se emite por la cadena Fox. Allí se pregunta, por ejemplo, cómo sería vivir un mes como un musulmán siendo cristiano, como gay siendo heterosexual, o padeciendo las vicisitudes de ser pobre, de sobrevivir siendo un inmigrante ilegal, de luchar a diario contra el alcoholismo o de ser presa de la obsesión por la estética.
Ponerse en la piel del otro es el juego. El desafío. No hay premio a cambio, sólo el humanitario gesto de vivenciar lo que les pasa a los demás. Ver la realidad personal y ajena desde otra perspectiva.
Este útil ejercicio de ponerse en los zapatos de otros deja –o debería dejar– interesantes enseñanzas y da pie a un estimulante debate.

Según el lado del mostrador
Recojo el guante de Spurlock y propongo el desafío de ver cómo sería vivir un mes otras vidas, en ámbitos no ideales o al menos bastante diferentes a los que uno está acostumbrado.
Y arranco por casa. Por 30 días un periodista sólo se dedicará a leer lo que escriben sus colegas. De esta manera podrá cotejar cuánto de su realidad cotidiana ve reflejada en las páginas y cuánto queda afuera, ya sea porque no fue debidamente advertido o porque no le interesó al medio. Podrá así valorar lo que muchas veces reclaman los lectores y no siempre sabemos escuchar ni incorporar a tiempo.
Sumemos al juego a los funcionarios. El ministro de Transporte, Francisco Pérez, viajará ese mes a Casa de Gobierno en micro, tomando frío en las paradas (que no tienen techo ni protección), padeciendo las demoras según las caprichosas frecuencias de algunas líneas y comprobando el peligroso manejo de ciertos choferes.
A su vez, el secretario de Cultura, Ricardo Scollo, tendrá que ver la mayor cantidad posible de obras de teatro, leer cada día a un autor local y recorrer cada departamento para sondear el trabajo cultural que rara vez tiene trascendencia pública. En esa misma línea, el ministro de Salud, Sergio Saracco, se hará chequeos en el Hospital Central, previo haber pedido turno como cualquier hijo de vecino. Y ya que estamos, el jefe de la Policía Vial, Heriberto Ojeda, tratará de conseguir –ahora vía internet– un turno para renovar su carnet de conducir.
A lo largo de 30 días, ni uno más ni uno menos, los presos de Boulogne Sur Mer o de Almafuerte quedarán cara a cara con sus víctimas para escuchar sus padecimientos.
En otro plano, cada alumno agresor además de recibir el castigo estipulado por su institución se pondrá al frente de un aula. El objetivo será percibir en carne propia las habituales burlas, insultos, canchereadas y demás castigos psicológicos que a diario sufren maestros y profesores.
En este desafío de poner el pecho a las balas siendo otro, nadie más indicado que un policía. En una provincia superada holgadamente por la delincuencia, ¿quién se pondría no ya la piel sino el uniforme azul? Salir todos los días a la caza de ladrones y asesinos sin chalecos antibalas, a veces hasta sin móviles, con un sistema judicial que permite que se entre y se salga con igual facilidad, y con sueldos que no están a la altura del riesgo que deben enfrentar, no es un oficio que dé ganas de asumir por 30 temibles jornadas.

Los mismos pero distintos
Los ejemplos podrían ser tan extensos como los discursos de los senadores aquella madrugada del histórico no de Cobos, pero al menos alcanzan para graficar la lúdica idea de ser otros siendo los mismos. Quizás estar 30 días en la cabeza de Cristina, de Maradona, de Jaque o del verdulero de la esquina nos ayude a ser un poco más tolerantes y confirmar, una vez más, cuán compleja y fascinante es la mente humana.
S i este país tuviera un libro de quejas no daría abasto. Es que hay tanto para quejarse y a la vez, reconozcámoslo, estamos tan hartos de quejarnos. No en vano los argentinos cargamos con el sayo de tangueros, de llorones sempiternos. Lo que habría que analizar, a favor de ese gesto molesto y zumbón, es que detrás de la queja se esconde un reclamo, un pedido de auxilio. El que es escuchado a tiempo no necesita salir a la calle a gritar su verdad, a golpear cacerolas o pintar el frente de la casa de un funcionario. Convertir ese clamor en gestos productivos requiere de creatividad y decisión. Todos los que se llenan la boca hablando de democratizar más esta sociedad proclaman algo que en los hechos refleja todo lo contrario. El que no piensa como yo es mi enemigo y así es como el lenguaje cotidiano se va impregnando de una retórica bélica. Desde ambas “trincheras” –agro y Gobierno– cruzaron munición gruesa durante 129 días y en esa absurda contienda los únicos que cayeron malheridos fueron los que no estaban ni en uno ni en otro lado. El autismo de los dirigentes los llevó a considerar
que “los otros” eran meros espectadores de sus decisiones. Muy pocos estuvieron a la altura de la discusión, digo los que construyeron sin especular, los que apuntaron a superar la coyuntura y ver bastante más allá de su banca o su hectárea de soja.

Una siembra sin cosecha. La desgastante pelea campo-Cristina no nos hizo crecer ni un poco, por más que se diga que se puso en debate el postergado tema del agro. Servirá en todo caso para que la Presidenta baraje y dé de nuevo oxigenando su viciado gabinete. Si discutir el porcentaje de las retenciones móviles nos llevó a una interminable puja legislativa calificada de “histórica” en los floridos discursos de los legisladores, qué nos queda entonces para el día en que se decidan a debatir en serio una auténtica política agropecuaria para esta Argentina cada día más dividida. Todo se salió de madre y salvo para los que se apasionan con la ingeniería política que late en este entuerto, muy poco es lo queda en el haber de los que estaban fuera de este Boca-River de las retenciones.
A los que se erigieron como los nuevos próceres del Billiken siglo XXI debemos agradecerles, por ejemplo, el enfriamiento de la economía, la inflación en alza, el corte de la cadena de pagos, la caída de la popularidad de la Presidenta, y hasta la desconfianza de otras naciones.
En este río revuelto fueron muy pocos los pescadores beneficiados. Recién vamos a creer que esta pulseada tuvo algún valor cuando no haya un solo peón en negro, cuando los grandes productores del campo no deban ingresos brutos, cuando no tengan negocios con los mismos que se pelean en los programas políticos, cuando los legisladores que levantan la mano no sean premiados con ATN, cuando expliquen de dónde salió la plata para pagar carpas con plasmas y cortinas, cuando se sepa quién banca a todos los que llenaron cuanto acto pro K o anti K hubo en los últimos meses.

Fuera del rebaño. Mientras tanto, los que no estuvimos ni en una plaza ni en la otra sentimos que ninguno de ellos nos representó. Sin embargo siguen hablando en nombre nuestro y si tenemos el tupé de cuestionarlos corremos el riesgo de que nos calcen la camiseta de golpistas, antidemocráticos, gorilas, prokirchneristas, antipueblo y otras variantes de la descalificación al que piensa distinto. Ese es el quid de la cuestión: pensar. Ni siquiera distinto. Pensar. No dejarse llevar de las narices por el sánguche y la Coca, no ser presa de la “obediencia debida política”, seguir a los falsos mesías a cambio de un lugar en la estampita.
Pensar, claro, tiene su precio. En algunos casos equivale a ser defenestrados en público y en otros a limitarse a observar el descalabro sin poder modificar nada.
Estar comprometidos con el país no significa hacer número en cada marcha o negociar la dignidad por un Plan Trabajar. Significa que cada uno haga lo mejor posible lo suyo, con honestidad y convicción.
Como dijo el vicepresidente Cobos en una de sus frases antológicas del jueves, la historia será quien nos juzgue. No el campo. No el Gobierno nacional.
Ya sea por el afán de síntesis o por la búsqueda del impacto, los periodistas rara vez nos detenemos a pensar que detrás de las frías estadísticas de los accidentes viales hubo una historia, una vida. La había en el caso de Vanesa Acevedo (18), quien murió atropellada cuando iba con su bebé en brazos a comprar algo para la cena. También en el de Estefanía Puentes (16), arrollada mientras caminaba por la orilla del carril Godoy Cruz. O en el de Juan Gómez (24), cuya moto quedó bajo una camioneta.
Una muestra de que las cifras no nos hacen reaccionar es que a pesar de que en 2007 hubo 423 mendocinos caídos en esa absurda guerra de volantes, al momento de escribir estas palabras el 2008 ya acumula 145 muertos. Números que lejos de detenerse se disparan tan veloces como los canallas que dejaron abandonados a Vanesa, a Estefanía y a Juan.

Dales un arma y te (o se) matarán. Una sola vuelta por el centro o los ingresos a la ciudad alcanza y sobra para confirmar lo mal que se maneja, la enorme cantidad de imprudentes que zigzaguean temerariamente, que no ponen el guiñe, que van hablando por celular como si estuvieran en el café, que pasan en rojo como el más inocente de los daltónicos, o que frenan sobre la senda peatonal y encima insultan si se los mira desafiantes reclamando lo que es un derecho del peatón. Suicidas que obligan a los demás a un bienvenido manejo preventivo para evitar males mayores.
Vale preguntarse por qué se les entrega el carnet de conducir con tanta facilidad y se lo usa con tanta irresponsabilidad. Es como darles un arma, aunque la metáfora suene exagerada. La Ley de Tránsito que impone una licencia por puntos busca ponerles límites a esos imprudentes. Sin embargo habrá que esperar seis meses más para que entre en vigencia y ver si acusan recibo. Mientras tanto, hacen falta más controles en las rutas, más conitos naranja recordándonos que el cinturón debe estar rodeándonos y que la aguja no debe marcar más de lo que nos advierten los carteles.

Educar la conciencia. Como tantos aspectos en rojo que acumula la Argentina, la educación vial no es la excepción. A pesar de las campañas del estilo "Si tomás no manejés", seguimos llorando las muertes de pibes que vuelven del boliche con el suficiente alcohol como para no ver quién viene enfrente y mucho menos intuir el previsible final.
Las aulas son un ámbito ideal para debatir estos temas. Se sabe que las prohibiciones nunca logran buenos resultados, por eso recordarles cómo funciona lo de elegir un conductor responsable o ayudarles a pensar en el cuidado propio y ajeno es más simple y efectivo para generar conciencia que lamentar más chicos malogrados por la imprudencia. Algo tan elemental como valorar la vida no figura en ningún plan de estudios, pero dónde está escrito que no puede hablarse del tema hasta en la hora de Matemática.
Hablar, por ejemplo, de que el 8 de octubre de 2006, cuando volvían de un viaje solidario a una escuela rural del Chaco, 9 alumnos y una docente del colegio Ecos murieron al chocar el micro en el que viajaban con un camión cuyo chofer manejaba alcoholizado. Conmovido por esa tragedia, un histórico referente del rock como Luis Alberto Spinetta se puso a la cabeza de la campaña "Conduciendo a conciencia" para que se convierta en ley la educación vial desde la primaria en todas las escuelas. El músico reúne firmas en cada concierto y entre tema y tema se permite recordarles a sus fans el respeto por las normas de tránsito y, sobre todo, por la vida. En homenaje a esos chicos fue instituido el 8 de octubre como Día Nacional del Estudiante Solidario.

Los que esperan.
La lección pareciera ser simple: todos, desde el pequeño o amplio espacio con que contemos, podemos contribuir a lanzar un llamado de atención sobre el tema, a parar este suicidio sobre ruedas.
Uno de los más recordados eslóganes preventivos, aquel de "No corras, te esperamos", nos recuerda que no somos sólo cada uno de nosotros detrás del volante. Ese alguien que nos espera es una buena excusa para bajar la velocidad y llegar, aunque sea más tarde, a destino. En ese acelerador moderado se encuentra ni más ni menos que la abismal diferencia entre la risa y el llanto.
Atarlo con alambre no es lo mismo que darse maña para arreglar o solucionar algo. Eso es de chapuceros, de torpes con iniciativa. La verdad es que no todos nacimos con habilidades para las tareas domésticas ni tenemos el mínimo talento para resolver cuestiones que a priori parecen fáciles de resolver.
Componer lo descompuesto incluye contar con una cuota importante de paciencia; sea pegar ese florero de porcelana que voló de un pelotazo o cambiar el cuerito de la canilla para terminar con su monótono goteo.
Para quienes no hemos sido dotados con ninguna de estas virtudes prácticas, siempre quedará la posibilidad -mejor dicho, el auxilio- de los que saben. De lo contrario, lo barato saldrá caro y encima nos ganaremos el inevitable reproche familiar. Pasado en limpio, zapatero a tus zapatos y que el mundo siga girando gracias a los que hacen lo que uno no puede.
Llame ya. Los oficios, esa imprescindible división del trabajo, vienen a dar respuesta a aquello en lo que nosotros hacemos agua. Y no me refiero sólo a los plomeros. En estas épocas en que el yugo diario se lleva buena parte de nuestras energías y tiempo libre, los electricistas, gasistas, pintores, mecánicos, gomeros y cerrajeros superan la categoría de necesarios y se transforman casi en una tercera mano o un amigo de la casa.
Cuando uno creía que esas profesiones se iban perdiendo ante el avance de la hiperespecialización, irrumpieron esas modestas revistas de clasificados que pululan por los barrios y terminaron transformándose en tan prácticas y vitales como la guía de teléfonos o el imán del delivery.
Un simple llamado basta para que aparezcan en medio del caos doméstico con el mismo oportunismo que un tronco para el náufrago. Así también se hacen valer. Nuestra inutilidad cuesta cara y ellos, con el olfato de un animal de presa, no las hacen pagar. Por lo tanto, poniendo estaba la gansa.
Heredarás tu arte. En la década del '90 las escuelas técnicas apenas subsistieron, convirtiéndose en la Cenicienta de la educación argentina. Esto, que respondía sin dudas a un modelo de país cuyos resultados están a la vista, menguó la formación de muchos oficios tradicionales. Lo único que operó como factor de resistencia fueron los mandatos familiares. Es decir, hijos que aprendían el quehacer de padres y abuelos y de esa manera garantizaban la continuidad laboral y el plato de comida. "Así es como debe ser, porque ninguno de nosotros nació en cuna de seda, y cada hombre honrado debe aprender sus oficios terrestres, y cuanto antes mejor, para ser independiente en la vida y ganarse el pan que lleva a la boca, como nosotros mismos debemos ganarlo", escribió en Los oficios terrestres alguien que conocía el suyo como pocos: Rodolfo Walsh.
Más complicado es el panorama de aquellas labores más cercanas al arte que a la fría precisión de la técnica. Restaurar una muñeca antigua, afinar un piano, acondicionar un auto clásico, transcribir partituras, pulir piedras preciosas, no son moco'e pavo. Hay que tener un talento especial para esos menesteres. Imaginen cualquiera de esas tareas en manos torpes. El inspector Clousot o el Súper Agente 86 serían prolijos al lado de nosotros.
Partes del todo.
¿Qué tienen en común un buzo, un minero, un veterinario, un marinero y un periodista? Se supone que una pasión y una habilidad elementales para desarrollar su profesión dignamente y con los mejores resultados posibles. El oficio que elegimos, o nos tocó en suerte, condiciona nuestra concepción acerca del mundo y todo lo que se mueve en él. Un sepulturero y un partero, por caso, muestran distintas caras de un mismo rostro humano. Todos los oficios son esenciales para armar el puzzle de la vida misma.
Tributo. Ya sea por reconocimiento a esas nobles labores o simple gusto por el azar, no faltan quienes antes que evocarlos en una columna prefieren homenajearlos jugándole un numerito a la quiniela. Así, sus pesos pueden ir tanto al peluquero (27) o al albañil (56) como al dentista (37), al lechero (10) o al colectivero (25), por mencionar sólo un puñado de laburantes. Ganando o perdiendo, ellos igual nos ayudan a sobrellevar nuestras limitaciones y, por qué no, a vivir un poco mejor.