Después de mucho tiempo vuelvo a ver la foto más emblemática del Mundial ’78: “El abrazo del alma”, del fotógrafo de El Gráfico Ricardo Alfieri. En ella, Víctor Dell’Aquila, 23 años por entonces, observa cómo Tarantini y Fillol se abrazan arrodillados tras derrotar a la temible Naranja Mecánica holandesa. Al lado, con sus mangas vacías colgando, él intenta estrecharlos con el fantasma de sus brazos perdidos en un accidente.
La imagen me despertó otras tantas de aquel junio inolvidable por demasiadas razones. Han pasado 30 años ya y los recuerdos se amontonan en el área de la memoria como si alguien les fuera a patear un córner.
Creo que fue en ese invierno mundialista donde nació mi vocación periodística. Veo allí pistas de lo que vendría. Aún conservo los suplementos deportivos que coleccionaba día a día. Llevaba estadísticas, estudiaba el fixture, recortaba fotos y no me perdía ningún partido que dieran en el tele blanco y negro. En la escuela no se hablaba de otra cosa y cuando jugábamos un picado en el patio nuestros héroes locales eran remplazados por jugadores a los que ni siquiera sabíamos pronunciar. Todavía hoy escucho la pegadiza musiquita del Mundial y no puedo evitar sentir algo especial. Tanto como ver ese gauchito infantil que simbolizaba la supuesta argentinidad y que todos pegábamos en los vidrios del auto, cuadernos, vidrieras, como para recordarnos todo el tiempo en qué país estábamos. Fueron 25 días de junio donde la aceitada maquinaria propagandística de Videla y compañía no dio tregua. Salir de esa cápsula futbolera era tan difícil como recitar de corrido la formación de Polonia.

Detrás de las tribunas

Recuerdo claramente las postales que venían en la Para Ti que solía comprar mi madre. Con el lema “Argentina toda la verdad” e imágenes de niños caminando entre pacíficas palomas, esa revista nos invitaba a enviarlas a medios del extranjero para refutar la “campaña antiArgentina”. Había que decirle al mundo cuán “derechos y humanos” éramos. Tuvieron que pasar unos años para que, con el retorno de la democracia, empezara a salir a la luz la contracara de aquel idílico Mundial de mi infancia. Ahora, el álbum de la verdad debía completarse con otras figuritas.
Sabría, sabríamos, que mientras gritábamos los goles de Kempes o Luque, a pocas cuadras de allí existían centros clandestinos de detención donde se torturaba y desaparecía a argentinos sin distinción de camisetas.
Sabríamos (aunque muchos ya lo sabían y miraban para otro lado) que la dictadura se había servido de los medios para tapar lo que pasaba más allá de las tribunas y que la fiesta, con la lluvia de papelitos del inefable Clemente (otro momento que esperaba ansioso en mi Noblex 20”), no hacía más que distraernos de uno de los momentos más negros de la historia argentina.

¿Fiesta o vergüenza de todos?

Tres décadas después, con la frialdad que habilita la distancia, es posible revisitar ese episodio deportivo sin la ceguera de la pasión intrínseca del fútbol. Mientras más nos alejamos de aquel partidazo en el Monumental más sale a flote lo que tapó el Mundial en esos turbulentos día.
El equívoco se produce cuando se cae en generalizaciones. No todos los que salimos a las calles a festejar el triunfo argentino fuimos cómplices de los genocidas; la gran mayoría desconocía lo que realmente pasaba con el tema desaparecidos. Claudio Tamburrini, el ex arquero y militante que estuvo detenido en esos años (ver Crónica de una fuga) considera que “fue un festejo deportivo. Nadie gritaba ¡Viva Videla!”. En la vereda de enfrente, Pablo Llanto, en su libro La vergüenza de todos sostiene que “el Mundial ’78 aparece como el primer símbolo de aprobación masiva a la dictadura. Videla recibió seis veces el aplauso de las multitudes en estadios repletos”.
Con mis 12 años era casi imposible saber lo que con el tiempo esta profesión me ayudaría a entender, a profundizar, a poner en su justa medida. Al igual que el poeta español Luis García Montero pienso que “el fútbol no es cuestión de vida o muerte. Es, si acaso, una tormenta en un vaso de agua. Pero me ha quitado muchas veces la sed”. A mí también. Por suerte, lo que no me quitó fue la memoria.
¿Se puede escribir de otra cosa que no sea del incansable tira y afloja entre la obstinada Cristina y el testarudo campo? ¿Se puede sin que se lo acuse a uno de marciano o apátrida? ¿O lo tilden de gorila o golpista, como sueltan a cada rato quienes no aceptan la más mínima disidencia con el modelo K? Se puede. Y se debe. La Argentina, como sabe hasta Barack Obama, son muchas Argentinas. Se puede, por ejemplo, hablar de aquello que quedó en segundo plano, detrás de las bravuconadas de D’Elía, de la omnipotencia de los que cortan rutas y de la falta de leche, harina, aceite y, especialmente, cordura.
Son aquellos temas que, como el avión que llega a destino, para muchos no son noticia pero forman parte de esa reserva (¿moral?) que sostiene este “país rasti” al que cada uno arma según le place o le conviene.
Frente a los miles de centímetros que se llevaron la Plaza del Sí, la Mesa de Enlace y Lilita pidiendo que recemos, el reparto de las informaciones “extra conflicto” fue tan magro como el índice de fe. Estado de situación que el Observatorio de Medios no detectó por estar más atento a que la figura presidencial no sea mancillada con supuestos y arteros gorilismos.
Página más página menos, hay demasiados protagonistas anónimos, “argentinos y argentinas” (como gusta llamarlos la señora Fernández), que la reman a diario y sin embargo tienen menos prensa que los desmemoriados sojeros. Ellos también son carne de información.
Stop a la muerte. En San Rafael, un grupo de chicos y chicas cansados de ver a los de su edad morir en absurdos accidentes de tránsito (Mendoza es la tercera provincia con más muertos por esa causa) decidieron salir a la calle con una campaña de concientización vial. Un auto destruido luciendo el cartel “Tomá conciencia” y el reparto de folletos con consejos básicos les sirven para llamar la atención de quienes transitan a los piques por calles y rutas sureñas.
Ver más allá. Diez estudiantes ciegos recibieron notebooks parlantes para que puedan estudiar sin quedar al margen de los avances tecnológicos y a la vez facilitarles su formación. La Comuna de Rivadavia invirtió U$S25.000 para equipar a estos alumnos, que ahora navegarán por internet como cualquier hijo de vecino.
Ojo al hilo. Tejedoras e hilanderas rurales de todo el país cruzaron agujas hace unos días en Malargüe. Además de compartir experiencias, mates y puntos, plantearon la necesidad de enhebrar una red nacional para luego darle forma a una cooperativa y así poder mejorar la venta de sus productos. Garantizarse que ese oficio ancestral se les transforme de una vez por todas en trabajo rentable.
Para imitar. Otra muestra de que en los colegios no sólo se producen quema de bancos, robos de computadoras o roturas de calefactores es lo hecho por los alumnos de 3º 1ª de la escuela Mercedes A. de Segura, de San Rafael. Por diseñar novedosos materiales didácticos para niños y adolescentes autistas, como reconocimiento fueron invitados al II Encuentro de Escuelas Solidarias del Mercosur. Además de elogios recibieron una mención de honor y el impulso para extender su ejemplar tarea.
Distraídos con suerte. Es cierto que aquello que se repite pierde efecto, por lo tanto es “menos” noticia. Sin embargo, ante la publicitada pérdida de valores aquellos que encuentran dinero y lo devuelven no dejan de ocupar espacio en los medios. Esta vez al podio de los honestos subieron el dueño de un bar de San Martín y su empleado. Devolvieron $37.000 que había olvidado un trabajador de una compañía de seguros. Por el papelón del desmemoriado, la firma premió a los que no se quedaron con lo que no era suyo.
Los mejores pilotos. ¿Será casualidad que en la mayoría de estas historias los protagonistas sean jóvenes? Un dato que periodistas, funcionarios y docentes deberíamos manejar con mayor visión de futuro. Aunque queda claro que no lograrán opacar titulares como “Colectiveros cobran más que docentes, policías y médicos”, “Por año cada legislador dispone de $43.000 para viajes y personal” o “Se roban $200.000 de una joyería de San Martín”, de a poco ellos van llenando butacas en ese avión de las buenas noticias que por cierto aún nos pasa demasiado alto.
En estos días en que tanto se habló de Charly García, nunca más oportuno que citarlo en unos más bellos temas, Desarma y sangra, donde concluye que “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Lo pienso a propósito de ese oficio que, como muchos, jamás se termina de aprender del todo. Hablo de ser padre. Hasta un punto ser hijo era bastante más fácil. Consistía en dejarse llevar de la mano por ese adulto que tenía nuestro mismo apellido y quizás hasta algunos rasgos físicos parecidos. Él era el capitán y uno el marinero que le seguía el paso. La responsabilidad de administrar esas laxas categorías de “lo malo” y “lo bueno”, de manipular hábilmente los grises, estaba en manos de ese señor que parecía haber nacido viejo, que rara vez entendía nuestro argot, ese peinado, aquella ropa, estos caprichos. El mismo que no tenía tiempo para compartir juegos o leernos un cuento a la hora de dormir. Él, entenderíamos recién de grandes, pertenecía a una generación donde los padres no tenían tiempo para esas “mariconadas” o nunca habían aprendido los rituales del afecto, el sutil mecanismo de las demostraciones. Había que levantarse muy temprano para ir a ganar el pan. No quedaba margen para jugar o soñar con un futuro entre libros, mucho menos para las manifestaciones del corazón.

Lecciones te da la vida
Ya de grandes, y puestos a cumplir el rol de padres, todos tratamos de ser una versión mejorada del propio. No es casual que en literatura se hable de “parricidio” para marcar el quiebre con lo que hubo antes, con determinada generación o ciertos autores que dejaron su impronta. “Matar al padre” era y es, sin recurrir a la psicología barata, marcar el espacio propio, hacerse escuchar, buscar el idioma de uno. Pararse frente al mundo y decir: “Aquí estoy; soy esto”. Aunque después, lecciones que da la sabia vida, volvamos a las fuentes, valoremos lo que despreciamos con ínfulas de esclarecidos. Veamos –por fin– al padre que no vimos.
En ese juego de postas, uno apunta a ser mejor papá sin que eso necesariamente signifique que cuestionemos o denostemos el nuestro. Y lo hacemos en un gesto antes intuitivo que racional. Nadie traza un plan para conciliar con destreza la autoridad, el amor y la responsabilidad. La paternidad se cocina sin saber si nos pasamos con algunos ingredientes; en todo caso, la expectativa invariable es que el resultado final deje un sabor agradable en el alma, casi tanto como “esa” comida de la vieja que nadie podrá imitar.

Las mejores pantuflas
Pasó otro Día del Padre y aunque se insista en el lugar común de que no hace falta una fecha fija para agasajarlo, no está de más habernos valido de esa excusa comercial para comernos un asado con el viejo, decirle cuánto lo queremos y, de paso, vernos en el incómodo espejo de sus canas y sus arrugas.
Otros, que lamentablemente ya no lo tienen, lo volvieron a recordar con esa extraña virtud que posee la memoria de seleccionar los buenos momentos arrumbando en el baúl más lejano los malos; esos que anudan la garganta, que dejan una molesta cicatriz.
La mayoría priorizamos por sobre los obsequios del festejo, la demostración afectiva. Pero reconozcamos que nos volvió el niño que también llevamos dentro cuando abrimos el regalo dominguero. Qué importa si fueron unas pantuflas y no un libro de Kawabata, o una afeitadora y no un disco de Caetano Veloso. Siempre será más entrañable ese corazón de cartulina recortado y decorado en la escuela, con el “Feliz día papá” escrito con plasticola de colores. Souvenir que, como marca la tradición, quedará perdido en los cajones para que años después al encontrarlo por casualidad se nos piante un lagrimón.

Ramas de un mismo árbol
Último eslabón de la cadena y patriarca a la cabecera de la mesa familiar, el abuelo (o el Nono, o el Tata), síntesis de sabiduría o simple portador del apellido y la saga familiar, se erige como la primera y última rama del árbol genealógico. En él se resume esto que somos, este padre que se obstina en no tomar forma definitiva. Lo cual, pensamos, no está nada mal, si no nuestra vida sería muy previsible. Tanto como enseñarles a mis hijos que “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Si lo sabrá Charly.
Con la energía que gastan cientos, miles, de personas en joderles la vida a los demás se podría mover las turbinas de Yacyretá, enderezar la torre de Pisa o empujarlo a Aguilar para que abandone de una buena vez la presidencia de River.
Cada día, entre cinco mil y seis mil de esos malentretenidos no tienen mejor idea que llamar en broma al 911, ese número que por yanqui que nos suene debería ser nuestra salvación ante la incansable industria del delito.
Estos émulos de "una jodita para Tinelli" siguen impunes porque aunque está contemplado, no se aplica el Código de Faltas. El martes, el ministro de Seguridad empezó a mover el avispero para que estos pavotes no se la lleven de arriba. De cumplirse la norma, deberían recibir un castigo de hasta 30 días de arresto y $1.000 de multa.
Para que el escarmiento sea aún más ejemplificador sería preferible que se los condene a realizar trabajos comunitarios. Sugerimos algunos: limpiar acequias, pintar escuelas, barrer veredas, cuidar e higienizar ancianos, podar árboles, colaborar en hospitales y comedores comunitarios.
Otro caso del búmeran que vuelve, es decir desaprovechar o destruir un servicio público gratuito, se da con aquellos que apedrean las ambulancias o agreden a sus conductores cuando ingresan a los mentados "barrios bravos" con el único fin de asistir a alguien que lo necesita. Los demagogos que hacen campaña subrayando la marginación (real) de estos sectores, ¿les plantearán alguna vez con la misma verba encendida que con actos así son ellos mismos quienes se segregan?

Los sátrapas dejan huella
Hace unos días, el Gobierno provincial colocó señales táctiles en las paradas de micros de la plaza Independencia para que los ciegos cuenten con información sobre transporte. Los videntes piolas no demoraron en dejar impresas allí bonitas piezas poéticas como "Lepra puta", "HLH tira flecha", "Tomba" y otras un tanto crípticas.
Los vándalos, secta creciente que no descansa ni domingos ni feriados, tienen un amplio menú de ámbitos para atacar, con especial atracción por paredes de escuelas, centros de salud, vidrieras, y su gran debilidad: las señales viales.
Quemar y robar colegios, pintarrajearlos o defecarlos antes de huir se ha convertido en una práctica delictiva que ya es figurita repetida en la sección policiales.
Pasando al capítulo graffiti, éste no sólo incluye las consabidas arengas futboleras o los mensajes de Romeos enamorados o arrepentidos. Los estudiantes que reclaman el medio boleto, por ejemplo, no tuvieron mejor idea que "pedirlo" pintando una de las columnas del puente construido para agilizar el ingreso a la ciudad.
Cada una de estas sandeces tiene además un costo económico. Por daños a las señales de tránsito en calles y rutas en lo que va del año se llevan gastados (llevamos gastados) cerca de $300 mil. Ni pensemos cuántas cosas se podrían haber hecho con el dinero malgastado culpa de estos sátrapas.

Serios en serio
Como sagas de ese culebrón intitulado Jodiéndoles la vida a los demás, podemos sumar a algunos especímenes que atienden en las estaciones de servicio, quienes aprovechándose de la falta de combustible negocian con los sufridos clientes zafar del cupo de $30 a cambio de un "plus" de $10 o ¡una gaseosa! De cuarta.
Tampoco nos olvidemos de los trabajadores de la salud que, amparados en su legítimo derecho de reclamar, vienen afectando la atención de los sectores más castigados de la sociedad, eternos rehenes de cuanto pataleo salarial estatal ande dando vueltas. Esto, sin contar el caos de tránsito que generan cuando cortan las calles.
Alejandro Carrió, autor de Digamos basta, si queremos ser serios en serio, considera que "a los argentinos no nos parece tan grave violar la ley, y si hay algo que queremos evitar a toda costa es que nos endilguen el mote de tontos. La avivada cuenta con un ranking elevado en nuestro esquema de valores".
Casos como el de Leonel Martín Crescitelli, el pibe de 10 años que devolvió una billetera repleta de dólares, confirman que los "tontos" también pueden ser noticia. Por suerte, hay muchos Leoneles enderezando la nave. Muchos más que los cinco mil o seis mil marcando graciosamente el 911.
Está bien que la tecnología se haya metido en nuestras vidas como esas plantas trepadoras que conquistan todo a su paso, pero llegar al punto de tener que hablar con las máquinas ya es como mucho, ¿no? Y eso que no estamos en el 2155, volviendo al futuro como el excéntrico profesor Emmett Brown. 2008, Argentina, y gracias. Lo cierto es que cada vez es más difícil hacer un reclamo ante un ser humano que ponga la oreja y no responda como autómata con frases hechas que no sólo no nos resuelven nada sino que además nos dejan más calientes que hinchas de Racing.
En caso de lograr dar con el señor o señorita que aparece del otro lado –después de esperar con esa insoportable musiquita de fondo–, se limitan a derivarnos siempre a otro interno (¿somos tan tontos que nunca marcamos el que corresponde?). A cambio recibirán, con su mejor y edulcorado tonito, toda clase de insultos sin inmutarse. Ojo: no nos extrañe que en cualquier momento saquen su De Angeli contenido y nos manden al mismísimo Bush.
Una situación similar vivieron, entre tantos, dos jubilados que podrían ser sus padres pero resulta que son los míos. Más de una vez, ellos recibieron su boleta de Telefónica con llamadas a celulares que no habían realizado. Imaginen a dos personas grandes llevadas por una voz grabada a pasear por esa especie de oca del “marque tal” y “ahora marque cual”.
Tan agotador y kafkiano resultó el proceso que finalmente terminaron pagando por temor a que les cortaran esa vía de comunicación más que prioritaria para los de su edad.
No sería ilógico suponer que quienes deben auditar el (mal) trato a los clientes nos respondan sin ponerse colorados: “Disculpen, en este momento no los puedo atender. Intenten más tarde”.

Tu tu tu tu tu tu
Los gratuitos 0-800, que en muchos casos cumplen un servicio esencial, son otra muestra de esa conflictiva pulseada entre el hombre y la máquina; en especial aquellos destinados a los reclamos. Prueben si no denunciar al micro que los encerró o a su paso dejó más humo que los pastizales quemados en Buenos Aires, o intenten con el de los municipios, donde se reciben (o deberían) denuncias, consultas y pedidos de servicios. La respuesta será el incansable tono de ocupado retumbando cual bombo del Tula.
En cambio, si llaman al de una mayonesa, un dentífrico o un champú, serán atendidos con todo gusto y hasta puede que les envíen una muestra gratis a su casa.
En su mayoría, estos números vienen a crear la ilusión de que hay más posibilidades de atención cuando en “la vida real” resultan todo lo contrario. Sería de necios negar los beneficios que aportan las nuevas tecnologías, sin embargo cuando éstas “se interponen entre el sujeto y el mundo, y cuando su presencia es tan abrumadora, algo va mal”, nos alerta Roman Gubern, catedrático de la Universidad de Barcelona.
Otro especialista en comunicación, Henoch Aguiar, completa el concepto: “Las tecnologías no nos comunican ni mejor ni peor, sólo las personas decidimos hacerlo”. El problema, digo, es cuando esas personas no somos nosotros y con su desidia e ineficiencia nos complican el básico ida y vuelta.

A nosotros sí
En esta falsa disyuntiva de hombres versus máquinas se da un contrasentido. Mientras a nosotros nos cuesta sangre, sudor y lágrimas lograr que alguien nos escuche en la otra punta del cable, a ellos les resulta demasiado fácil. Sólo tienen que marcar nuestro número. Y cuando nos encuentran, no es para darnos respuestas sino para vendernos desde banda ancha hasta seguros de vida, celulares, tarjetas de crédito, tiempo compartido, planes de ahorro y todo aquello que, por lo general, no nos hace ninguna falta. Es entonces cuando degustamos el plato frío de la venganza: no aceptamos que hilen más de tres oraciones, no respondemos las consultas, rechazamos la oferta y les cortamos con una placentera sensación de justicia.
Sin embargo, ni reímos últimos ni reímos mejor. Nos quedamos añorando aquellos lejanos días de la infancia cuando nos bastaban dos tarritos unidos por un hilo para saber qué pensaba el otro.