Bien temprano, el hombre sale a caminar por una desolada calle de Guaymallén. Típica mañana de otoño mendocino, con las imponentes montañas ahí enfrente, como escapándose de un cuadro de Fader. Se siente Will Smith en Soy leyenda, recorriendo una Nueva York abandonada donde lo que hasta ayer era un macrocéfalo shopping a cielo abierto devino un desierto de cemento y chatarra.
Piensa en esto mientras camina por indicación médica. Nada mejor para bajar los decibeles, le recomienda un galeno amigo. "Si supieras cuánta gente tiene problemas de todo tipo culpa del estrés", le cuenta mientras le advierte: menos fritos, mate, alcohol, y más ejercicios físicos. El, por su parte, apaga el quinto cigarrillo y pide otro café.
Considerada por lejos la epidemia del siglo XXI, en la Argentina el estrés tiene niveles similares a Estados Unidos y España, con 30% de la población con pelos de punta, palpitaciones, angustia, bajones.
La Organización Mundial de la Salud detectó que 3 de cada 10 personas en el mundo no pueden dominar su ansiedad y viven estresadas. Insistamos en los números: según una encuesta de Gallup para La Nación, "en Argentina, 4 de cada 10 sienten que les falta la energía, 3 de cada 10 están estresados y 2 de cada 10 dicen estar deprimidos. Mientras 27% de los hombres menciona haber padecido estrés, 36% de las mujeres declaran lo mismo".
Como el poder, el estrés tiene múltiples caras: ansiedad, depresión, taquicardia, hipertensión, fobias, pánico, alteraciones gastrointestinales, trastornos del sueño y sexuales.
Si no nos convencemos de que hay que bajar un cambio, respirar profundo y salir a la calle a otra cosa que no sea trabajar, tengamos presente que quien padece esta enfermedad es hasta tres veces más propenso a sufrir un infarto. Ergo: o paramos, o agarrate Catalina.

Sin prisa, pero sin pausa
"No sé lo que quiero, pero lo quiero ya". Una vez más una canción o un verso aislado sintetiza con mayor precisión el espíritu de la época que cientos de estadísticas o ensayos. Aquella letra de Luca Prodan exaltaba la velocidad por la velocidad misma, en una urgida búsqueda ya no sólo exclusiva de los adolescentes sino de muchos adultos víctimas del síndrome de Peter Pan. Una especie de mandato de la época donde todo hay que tenerlo en menos de treinta minutos (o gratis), como la pizza a domicilio. Si la curiosidad mató al gato, la ansiedad está matando a sus dueños.
Llegar a fin de mes, pagar el alquiler, los impuestos, superar una separación, enfrentar abogados, rendir una materia, presentarse a una entrevista de trabajo, padecer la enfermedad de un ser querido, trabajar en malas condiciones son situaciones propicias para que el hambriento estrés se reproduzca al mejor estilo gremlins, esos bichos peludos que se multiplicaban con sólo mojarse.
Por eso, no es de extrañar que el santo más popular de los últimos años sea San Expedito, el patrono de las causas urgentes.

Vísteme despacio que tengo prisa
Ya que estamos, ofrecemos al lector pasado de rosca un puñado de simples pero sabios consejos, siendo el principal y más obvio tratar de combinar el ocio con la buena alimentación. A ver, papel y lápiz (nada de computadora): respetar los ciclos de sueño-vigilia y trabajo-descanso; comer sano; hacer ejercicios con regularidad; aprender a poner límites; agendar con anticipación para evitar el apresuramiento; determinar en qué utilizar correctamente el dinero, y programar un momento del día para relajarse y meditar. O más simple: caminar tanto como Will Smith y el hombre de Guaymallén.
Caso contrario no quedará otra que ir pidiendo turno a gastroenterólogos, psicólogos, nutricionistas, profesores de educación física o terapeutas varios, quienes por estos días tienen sus agendas colapsadas gracias a estresados como usted y yo.
El apuro, ese rasgo que desconocen santiagueños y burócratas de Casa de Gobierno pero que se aprecia doblemente en bomberos y cajeros de bancos y supermercados, siempre tiene consecuencias. Más claro lo escribió el español Manuel Vicent: "Dios hizo el mundo en seis días, y se notan las prisas". Tal cual.
En los lejanos '60, esa filósofa del sentido común que es María Elena Walsh fundaba el reino del Revés, un territorio donde nada es lo que parece y todo es posible. Incluso que vuele un pez. Desde entonces, esa metáfora pasó a cobrar otro sentido, a representar para muchos lo que ha sido y es este país, donde siempre las cosas se dan de la manera contraria a lo que la lógica indica. Argentina del revés. Lo mismo un burro que un buen profesor. Biblia y calefón.
La idea, arbitraria, caprichosa, es habitarlo por un rato para otear (soñar) cómo serían ciertas situaciones de la realidad si las observáramos en su anverso. Un ejercicio con más de justicia poética que de realización concreta, pero que pretende dejar el sayo a la vista para que al que le quepa se lo calce lo antes posible.
Manos limpias. Domingo por la mañana. Buena parte de los candidatos de las últimas elecciones (Biffi, Jaque, García, Abraham, Miranda, Puga, Fugazzotto, De Marchi, Mancinelli) se juntan en el kilómetro cero, se saludan afectuosamente y parten -junto con sus partidarios- a limpiar el enchastre que dejaron en paredes, postes, árboles y puentes. A la vuelta, y tras hacer una vaquita, comparten un asado. Un brindis por la convivencia democrática sella la jornada multipartidaria.
El premio. Hasta el lunes pasado, Eugenia (22), una estudiante y empleada de un local del Shopping, tenía ahorrados apenas U$S100 dólares para comprarse un auto. Ese mismo día, un hombre olvida una bolsa con $40 mil donde trabaja la chica. Ella los encuentra y sin dudar los devuelve. De la emoción, el desmemoriado la premia con la mitad de lo recobrado. Eugenia, por fin, dejará de viajar en micro. Al otro día se compra un usado impecable.
Comprometidos. Sin que mediaran piquetes ni puebladas, ediles de todas las comunas deciden -por mayoría absoluta- trabajar incluso los sábados. Como parte de la buena nueva incorporan un revolucionario método para sondear los problemas de la comunidad: una vez por mes van a los barrios a escuchar a los vecinos. Allí son recibidos con los brazos abiertos y no pocas veces vuelven a sus casas con dulces caseros, vinos, aceitunas o empanadas.
Aseguradas. Marisa y Claudia son maestras que dan clases en Godoy Cruz. El año pasado dejaron de ir a la escuela en sus autos, hartas de encontrarlos con las ruedas pinchadas, sin estéreo, los vidrios rotos o el capot rayado. Por iniciativa propia, los alumnos se turnan para controlar que nadie se acerque. Las "seño" -y sus autos- ahora son intocables.
Manejar la vida. Antes, la noticia trágica más mediática eran los muertos de cada día en calles y rutas. Desde hace un tiempo, los medios reflejan que el 98% usa cinturón, los alcoholímetros dan negativo en 9 de cada 10 controles y gracias a los numerosos radares que incorporó la Policía Vial se redujo notablemente el exceso de velocidad. Y con ella, los muertos.
Llegó el día. José (75) es uno de los miles de mendocinos que figuran en lista de espera para ser operados. Su largo penar terminará hoy. Una decisión del ministro de Salud, bajada en carácter de urgente a todos los hospitales, puso en lista de prioridades saldar tamaña deuda. Antes se enviaron los insumos necesarios y los quirófanos fueron puestos a punto. Por un rato, la familia de Pepe deja de rezar y respira con alivio.
Allá vamos. Años atrás, encontrar un taxi en la noche era más complicado que ser feliz. Por temor, los tacheros aguzaban el ojo y sólo levantaban a clientes que no despertaran sospechas. Ahora, además de subir pasajeros en cualquier calle de la ciudad, aceptan ingresar a cualquier barrio sin poner objeciones. No temen asaltos (hay policías a la vista) y el moderno sistema de seguimiento les garantiza asistencia inmediata.
De cajón. Después de cuatro años, el ministro de Seguridad termina su gestión sin sobresaltos. Junto al gobernador cierra un ciclo donde capitalizó los aportes de la oposición y de los distintos sectores para plasmar su plan de seguridad. Plan que, asuma quien asuma en el próximo gobierno, tendrá su continuidad (como corresponde a toda política de Estado).
Dulces sueños. También en ese país del revés donde ocurren todos los casos citados, los diarios sólo incluyen buenas noticias, sus periodistas ganan más que las bailarinas de Tinelli y los lectores agradecen a los cuatro vientos esa inyección de optimismo que les permite afrontar la jornada de trabajo con una sonrisa de oreja a oreja. Gracias, María Elena. Y que nadie nos despierte.
Un colega acaba de llegar de Uruguay, donde estuvo cubriendo un evento deportivo, y cuando se le pregunta qué le pareció la tierra de Horacio Quiroga y Enzo Francescoli, lo primero que comenta -asombrado y con énfasis- es que no vio "ni una sola casa con rejas". Después, recién después, hablará del Centenario, la buena onda de los charrúas, su arquitectura, la honestidad de los tacheros y de lo guapas que son las mujeres por aquellas comarcas.
En cambio, de este lado del Río de la Plata, pruebe usted conseguir con premura unas rejas. Desde ya, deberá ¡pedir turno! y armarse de paciencia, porque estos ex artesanos del hierro no dan abasto ante la enorme demanda que alimenta el delito nuestro de cada día. Semanas y hasta meses tendrá que esperar, estimado damnificado. Mientras tanto, agregue doble trábex a las puertas y rece para que no lo visiten los cacos (ellos sí que no temen quedar entre rejas).
Lejos quedaron los tiempos en que vivíamos con las puertas sin llave, con vecinos y amigos entrando como pancho por su casa, dejando las bicicletas apoyadas en el cordón de la vereda o durmiendo con las ventanas abiertas. A lo sumo pasarían el aire y los mosquitos, nunca los chorros.
De aquellas épocas a éstas, de sentir que somos un blanco móvil, ha corrido demasiada sangre -y no agua- bajo el puente de la historia argentina. La inseguridad nos ha convertido tristemente en militantes de la paranoia. Estar alertas es la única forma de preservarnos y preservar a los nuestros ante la probada ineptitud del Estado.
Aunque la acechante inflación esté ahí como un fantasma nada amigable, las encuestas tienen un único protagonista: la inseguridad, por lejos, encabeza la tabla de las preocupaciones. De ahí que no sorprenda que este tema haya sido el caballito de batalla de la mayoría de los políticos en las últimas elecciones. Y, si no, recordemos la promesa del entonces aspirante al sillón de San Martín Celso Jaque de que en seis meses combatiría el delito. Se sabía que era un anzuelo de campaña, sin embargo, la necesidad -mejor dicho, el miedo- traccionó a favor de un voto que a la vez era un pedido de auxilio. Todavía estamos esperando que alguien lo escuche.

La culpa del mensajero
Las pruebas están a la vista. Este medio, como tantos otros, da cuenta diariamente de robos de todos los tamaños y muertes absurdas por una moto o un simple par de zapatillas como exiguos botines. Cerca, y como parte de una misma foto de la realidad, aparecen las organizaciones creadas por los familiares de las víctimas del delito, y es difícil no pensar que mañana podríamos ser uno de ellos.
Mientras tanto, como quien mira otro canal, la presidenta Cristina culpa a los medios como se culpa al mensajero. "Parece que hay una prohibición decretada desde algún lugar de que comunicar a los argentinos que las cosas nos van mejor o que también pasan cosas buenas en la Argentina fuera algo que está de más o molesta", nos retó días atrás la heredera de Néstor.

La diaria prevención
Con todo respeto, no nos va mejor si cada paso que damos está directamente vinculado a cómo defendernos de tanta violencia. Ya que viene al caso, repasemos algunos de esos actos "preventivos" que ponemos en práctica a diario para zafar del flagelo: avisarles a los vecinos cuando dejamos la casa sola, acompañar a los chicos a la parada del micro, llevarlos y traerlos a cumpleaños, escuelas, boliches o juntadas de estudio; mirar para todos lados cuando se va al cajero automático (y sacar lo menos posible), no llevar la billetera en los bolsillos de atrás, atender a vendedores y molestos varios por la ventana, dar una vuelta antes de guardar el auto por si alguien está al acecho, avisar por mensajes de texto por dónde andamos, cual GPS casero; contratar seguridad privada entre los vecinos para que camine la calle como los viejos pregoneros; si se tiene alarma, dejarles un listado de teléfonos "a los de al lado" para que nos ubiquen urgentemente; poner doble y hasta triple llave, etcétera, etcétera, etcétera. En definitiva, no confiar ni en el pobre pibe del delivery.
Está bien, no es de buen gusto hablar de la soga en la casa del ahorcado. La verdad es que deben estar mucho peor en Irak, en Palestina, en Kosovo. Para que se ponga contenta Cristina, y su patovica ad hoc Luis D'Elía no siga diciendo que "el periodismo es una pistola en la cabeza de la democracia", me despido con una muy buena noticia: Dios es argentino.
Hay una visión estereotipada de la solidaridad, esa palabra que de tanto uso ya luce gastada como un billete de dos pesos. Se la suele asociar con la ayuda coyuntural en casos de fenómenos naturales (tormentas, terremotos, inundaciones) o con la recolección de fondos para una costosa operación. Sin embargo, esa "actitud de adhesión circunstancial a la causa o empresa de otros" -tal como define nuestro fiel Larousse ilustrado- está presente en postales mucho más cotidianas de lo que pensamos. Es cierto que se complica ver tales gestos humanitarios cuando los recientes cortes de rutas en todo el país mostraron su contracara, a pesar de que allí también se alzaba -según ellos- la bandera de la solidaridad.
Las que siguen son otras versiones de la generosidad ajena que, si bien no lograrán destronar el "nazarenismovelez" imperante en la mayoría de los medios, tal vez operen como modestos antídotos a la mala onda que dejó flotando la pulseada entre el agro y la siempre esclarecida Cristina K.
Nada se pierde, todo se aprovecha. Luis, experimentado mozo de un conocido restorán céntrico, tiene por norma nunca tirar la comida que sobra. No lo acepta, le parece el peor de los pecados. Lo que dejan los comensales de apetito mesurado es prolijamente guardado en unos cuantos tupper que le compró su mujer en un persa de la General Paz. Cuando vuelve a su barrio, uno de esos que figuran en el mapa del delito (el real, no el de Jaque), varios vecinos pasan a buscar una porción del bocado ajeno. Para Luis no hay mejor pago que el "gracias" sincero y una sonrisa cómplice.
Nuestras Penélope. Seguramente a unas cuantas de ellas un día les cayó la ficha y se dijeron "para qué voy a pasarme las tardes tejiendo sola, viendo esos culebrones si puedo hacer algo por los demás". Así fue como se corrió el ovillo y nació Tejedoras de la Vida, un grupo de inquietas mujeres (abuelas, profesoras, amas de casa, profesionales) de la comunidad del colegio Nuestra Señora de la Consolata, en Guaymallén. El resultado del arte de las agujas es donado a instituciones o a quien lo necesite. Bufandas, pulóveres, mantas, chalecos y todo lo que toma forma en sus manos llega a buen destino. Y gratis.
Esa mujer. Todos los días apenas pasada la medianoche llega sola con su bolsita de comida a la playa de estacionamiento frente a la Casa de Gobierno. No le preocupa la inseguridad, o al menos no lo demuestra; lo cierto es que en esa zona un tanto oscura le da de comer religiosamente a un puñado de perros de la calle. No tienen dueño, pero seguramente ya les puso nombre y los reconoce uno por uno. Ellos, está a la vista, la esperan como otros de su especie lo hacen para pasear por el parque o correr tras un frisbee.
Habilidades. Si hay alguien al que el traje de "hombre orquesta" le calza pintado ése es Carlos. El tipo puede poner una cerradura, arreglar el flotante del baño o la pata de la mesa, pintar una puerta, "salvar" un mueble antiguo o cambiar un vidrio, entre innúmeras habilidades. Tamaña ductilidad le ha reportado una merecida fama. Es común que tornillo, madera o ladrillo que sobre le sea donado, por eso su casa es una especie de mercado de pulgas donde hay un poco de todo y de todo un poco. Aprovechando la buena relación con sus clientes, con cierta timidez les pide si no tienen ropa o calzados que les sobren. Y aclara, como si hiciera falta: "No es para mí". Lo que consigue se lo lleva a familias necesitadas que viven en el campo de San Luis, adonde suele ir a visitar amigos, comerse unos buenos chivos y jugar al truco.
Para qué. La muerte, aún cercana, del talentoso Jorge Guinzburg provocó una ola de programas homenaje donde volvimos a disfrutar de sus distintas facetas: el entrevistador incisivo, el humorista ácido, el conductor carismático, el guionista sutil. En uno de esos tantos reportajes que evocaron al hincha número uno de Vélez le preguntaron por qué nunca hacía mención a su constante tarea solidaria (había creado varios comedores comunitarios junto a otro referente del Fortín, Carlos Bianchi). El impúdico Jorge sorprendía reconociendo que le daba pudor. "¿Para qué, para que digan que soy bueno? Yo sé que soy bueno", remató con esa risa inconfundible.
Los protagonistas de los casos contados aquí seguramente también saben que son buenos, pero es mejor aún que lo sepamos los demás y sigamos su ejemplo. Ellos son la mitad del vaso, por eso alguna vez merecen ser noticia. Mucho más que una góndola vacía o un dirigente francotirador.
Digámoslo claro: que falte un oso polar, una cebra o un coatí no es lo mismo que falte una jirafa. Un zoológico sin jirafa es como un circo sin payaso. Desde hace cuatro largos años el Zoo local no cuenta en su preciado staff animal con una Giraffa camelopardalis. Y la gente, claro, igual sigue yendo al predio del Cerro de la Gloria como iría al circo sólo para ver al mago, al lanzador de cuchillos o al acróbata. No es lo mismo. Falta aquí la figurita difícil, la estrella del paseo (sepan disculpar los carismáticos monos).
Más que su costo (aunque suene a chiste fácil, cotizan muy alto: no menos de U$S15 mil), lo que complica seriamente las posibilidades de adquirir alguna pariente cercana del okapi es que las jirafas que llegan a este lluvioso desierto parecen cargar con una inexplicable maldición. Al menos las últimas cinco no duraron en pie una razonable cantidad de años y terminaron tristemente siendo noticia por su muerte, casi a la altura de un delincuente común y corriente.
Hoy pasar por ese extenso espacio que ocupaban y verlo vacío da mucha pena, mucha bronca. Tanta, dirán otros, como sacarlas de su hábitat natural para meterlas en una jaula y depositarlas en celdas más o menos amables en cualquier punto del planeta. ¿Quién dijo que vivimos en un mundo justo?

Claveles y parásitos
En una década se perdieron al menos cinco jirafas en el paseo provincial. La recordada Lucero hizo punta al morir por la ingestión de una bolsa de plástico. Luego, en 1994, desde Michigan, Estados Unidos, llegó una pareja que duró muy poco como tal. A los pocos días de estrenar hogar, en un confuso hecho el macho cayó al foso de los leones y murió. Esto le costó la cabeza al por entonces responsable del Zoo. El sucesor del finado llegó en noviembre del '94 y duró apenas hasta el 12 de mayo del '95, en que falleció por un "edema agudo de pulmón". Le había costado a la provincia -gracias a una "atención"de la reserva de Michigan- cerca de U$S12.000.
La "viuda", también importada de EE.UU. y llamada inequívocamente Soledad, feneció víctima del Tripanosoma congolians, un parásito africano que afectó su sangre.
Después fue el turno de Tomy, un especimen macho que provenía de Chile. Murió el 21 de marzo de 2004 a las 16.30. Su pareja, Belén, quien había llegado del país trasandino a cambio de un oso, una cebra, un tigre y dos aves, le siguió los pasos apenas un día después. Ambos fueron víctimas de la Wedelia glauca. En criollo: clavel amarillo o yuyo sapo que venía camuflado en un fardo de alfalfa.

Ni psíquicos ni conjuros
Hay equipos de fútbol que contratan a esas modernas versiones de brujos (algunos, para que suene menos chanta, prefieren llamarlos "psíquicos") con el claro objetivo de cortar una mala racha y reencontrarse con los ansiados éxitos. Nosotros, simples bípedos mendocinos que añoramos ver a una jirafa hecha y, sobre todo, derecha, creemos que no hace falta apelar a estos falsos manosantas para que a manera de conjuro eviten que se nos sigan muriendo acá a la vuelta estos "mamíferos rumiantes de cuello largo y esbelto, originarios de África", los mismos que, según la Historia Natural de Plinio, ya en el año 46 a.C. se dejaban admirar en los juegos del circo.
Hasta un niño de cinco años podría garantizar que para traer a un nuevo ejemplar bastaría con estudiar a fondo -con profesionales de la ciencia, no con bienintencionados amantes de los animales- qué pasó con las anteriores jirafas, tomar todas las precauciones para su seguridad y crearles condiciones elementales de alimentación para que vuelvan a sentirse "como en casa".
Ellas, tímidas y solitarias de manual, entienden. Seguro que entienden. No por nada en la Edad Media se las consideraba un animal mítico.
Ya pocos, por no ser arbitrario y decir nadie, aprovecha los tiempos muertos de un viaje en micro para leer. ¡Ni siquiera las tentadoras páginas de policiales!
Todos -quien más, quien menos- prefieren amortizar ese periplo calzándose su minúsculo reproductor de mp3 y, de paso, quedar desconectado del mundo (especialmente de esas mujeres atiborradas de bolsos que miran de reojo suplicando un asiento). O bien se distraen con sus modernos celulares, ya sea jugando, mandando mensajes o simplemente hablando con alguien al que se acaba de despedir hace apenas dos cuadras. El vehículo en cuestión suma así otra banda sonora (la primera es la propia, con FM a todo volumen y a todo Chayanne o a toda cumbia): los insoportables ringtones, que terminan creando una especie de babel sonora a base de tango, rock, electrónica, y sí, más cumbia.
Lejos quedaron los tiempos en que se compraba el diario para leer en el camino o se cargaba un libro para hacer más ameno el recorrido al trabajo, la escuela o la casa del/la novio/a. Ahora, en lugar de la lectura de un bello e inspirado párrafo de Conrad, Borges, Dolina o Houellebecq la mayoría opta por escribir -en paupérrimo castellano- ininteligibles mensajitos de textos para su amor (¿dónde habrán quedado aquellas misivas al mejor estilo Cyrano de Bergerac, con perfume y todo?). O, en otro de sus usos más frecuentes, apela a esa maravilla tecnológica para avisar en el trabajo "sorry, llego tarde".
Son tiempos sin épica ni belleza, estos. Tiempos de Rivotril y sms. De romances fast food y diálogos de sordomudos. La era del vacío y de los amores líquidos.
Se podrán dar cientos de argumentos para justificar la desidia generalizada hacia la lectura, pero lo preocupante es que a nadie -autoridades incluidas- pareciera quitarle el sueño el cada vez mayor empobrecimiento cultural. Nadie discute las bondades de la tecnología, de hecho gracias a los mensajes de texto podemos, por caso, "monitorear" a un hijo adolescente en estas épocas de inseguridad full time o mandar un S.O.S. al servicio mecánico desde nuestro auto varado en la ruta. Y quién, si ama la música, no va a disfrutar de ella con la calidad de sonido que ofrece un mp3. Nada de eso está en discusión. Pasa que uno -que sí todavía lee en su diaria travesía a bordo del 160- añora ver a sus vecinos de bondi leyendo el diario con fruición, repasando los apuntes de la facultad o enterrado en las páginas de Rayuela, El juguete rabioso, Moby Dick, Respiración artificial, o sumido en las aventuras de la revista Fierro.
Nostalgia, tal vez, de saber que esas lecturas no significaban una mera acumulación de conocimientos o una pose intelectual sino ventanas. Simples y maravillosas ventanas a todos esos mundos que son parte de este mundo y a los que para ingresar no hacía falta contar con una Red Bus. (Perdón, me acaba de entrar un mensaje. Si son tan amables, sigan leyendo el resto de este matutino).

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